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fragmentos
de un discurso amoroso

 

roland barthes

 

traducción de eduardo molina

 

1ª edición en español 1982

11ª edición en español 1993

siglo XXI editores

1ª edición en francés 1977

 

fragments
d’un díscours amoureux

 

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La necesidad de este libro se sustenta en la consideración siguiente: el discurso amoroso es hoy de una extrema soledad. Es un discurso tal vez hablado por miles de personas (¿quién lo sabe?), pero al que nadie sostiene; está completamente abandonado por los lenguajes circundantes: o ignorado, o despreciado, o escarnecido por ellos, separado no solamente del poder sino también de sus mecanismos (ciencias, conocimientos, artes).

Cuando un discurso es de tal modo arrastrado por su propia fuerza en la deriva de lo inactual, deportado fuera de toda gregariedad, no le queda más que ser el lugar, por exiguo que sea, de una afirmación. Esta afirmación es, en suma, el tema del libro que comienza.

 

cómo está hecho este libro

 

 

Todo partió de este principio: no se debía reducir lo amoroso a un simple sujeto sintomático, sino más bien hacer entender lo que hay en su voz de inactual, es decir de intratable.

De ahí la elección de un método «dramático», que renuncia a los ejemplos y descansa sobre la sola acción de un lenguaje primero (y no de un metalenguaje). Se ha sustituido pues la descripción del discurso amoroso por su simulación, y se le ha restituido a este discurso su persona fundamental, que es el yo, de manera de poner en escena una enunciación, no un análisis.

Es un retrato, si se quiere, lo aquí propuesto; pero este retrato no es psicológico, es estructural: da a leer un lugar de palabra: el lugar de alguien que habla en sí mismo, amorosamente, frente a otro (el objeto amado), que no habla.

 

 

figuras

 

 

Dis-cursus es, originalmente, la acción de correr aquí y allá, son idas y venidas, «andanzas», «intrigas».

En su cabeza, el enamorado no cesa en efecto de correr, de emprender nuevas andanzas y de intrigar contra sí mismo. Su discurso no existe jamás sino por arrebatos de lenguaje, que le sobrevienen al capricho de circunstancias ínfimas, aleatorias.

Se puede llamar a estos retazos de discurso figuras.

La palabra no debe entenderse en sentido retórico, sino más bien en sentido gimnástico o coreográfico; en suma, en el sentido griego: exilia no es el «esquema»; es, de una manera mucho más viva, el gesto del cuerpo sorprendido en acción, y no contemplado en reposo: el cuerpo de los atletas, de los oradores, de las estatuas: lo que es posible inmovilizar del cuerpo tenso. Así sucede con el enamorado presa de sus figuras: se agita en un deporte un poco loco, se prodiga, como el atleta; articula, como el orador; se ve captado, congelado en un papel, como una estatua.

La figura es el enamorado haciendo su trabajo.

Las figuras se recortan según pueda reconocerse, en el discurso que fluye, algo que ha sido leído, escuchado, experimentado.

La figura está circunscrita (como un signo) y es memorable (como una imagen o un cuento).

Una figura se funda si al menos alguien puede decir: «¡Qué cierto es! Reconozco esta escena de lenguaje.» Para ciertas operaciones de su arte, los lingüistas se valen de un algo vago: el sentimiento lingüístico; para componer las figuras no se necesita ni más ni menos que esta guía: el sentimiento amoroso.

Poco importa, en el fondo, que la dispersión del texto sea rica aquí y pobre allá; hay tiempos muertos, muchas figuras se interrumpen de pronto; algunas, siendo hipóstasis de todo el discurso amoroso, poseen la rareza misma —la pobreza— de las esencias: ¿qué decir de la Languidez, de la Imagen, de la Carta de Amor, ya que todo el discurso amoroso está urdido de deseo, de imaginario y de declaraciones?

Pero el que sostiene este discurso y desglosa los episodios no sabe que se hará de ellos un libro; no sabe tampoco que como buen sujeto cultural no debe ni repetirse, ni contradecirse, ni tomar el todo por la parte; sabe solamente que lo que le pasa por la cabeza en ese momento está marcado, como la señal de un código (en otro tiempo fue el código del amor cortesano, o la Catie du Tendré).

[Código de Tendré (país o reino imaginario del amor cortesano), concebido por Magdeleine de Scudéry. Tendré se utilizaba en el siglo XVII en el sentido de «sentimientos, emociones tiernas»]

 

Cada uno puede llenar este código según convenga a su propia historia; magra o no, es necesario pues que la figura esté allí, que el lugar (la casilla) le esté reservado.

Es como si hubiese una Tópica amorosa, de la que la figura fuera un lugar (topos). Ahora bien, lo propio de una Tópica es ser un poco vacía: una Tópica es, por estatuto, a medias codificada y a medias proyectiva (o proyectiva por codificada).

Lo que se ha podido decir aquí de la espera, de la angustia, del recuerdo, no es nunca más que un complemento modesto, ofrecido al lector para que se tome de él, le agregue, lo recorte y lo pase a otros: en torno de la figura los jugadores hacen circular la sortija; a veces, por un último paréntesis, retienen la sortija un segundo todavía antes de pasarla. (El libro, idealmente, sería una cooperativa: «A los Lectores—A los Enamorados – Unidos».)

Lo que se lee a la cabeza de cada figura no es su definición; es su argumento.

Argumentum: «exposición, relato, sumario, pequeño drama, historia inventada»; yo agrego: Instrumento de distanciación, pancarta, a lo Brecht.

Este argumento no refiere a lo que es el sujeto amoroso (nadie exterior a este sujeto, nada de discurso sobre el amorriño á lo que dice. Si hay una figura «Angustia» es porque el sujeto exclama a veces (sin preocuparse del significado clínico de la palabra): «¡Estoy angustiado!’ «¡Angoscia!», canta en algún momento la Callas. La figura es de algún modo un aria de ópera; así como esta aria se identifica, evoca y maneja a través de su incipit («Je veux vivre ce réve», «Pleurez, mes yeux», «Lucevan le stelle», «Piangeró la mía sorte»), del mismo modo la figura parte de un pliegue del lenguaje (especie de versículo, de refrán, de cantinela) que lo articula en la sombra.

Se dice que sólo las palabras tienen usos, no las frases; pero en el fondo de cada figura se alberga una frase, a menudo desconocida (¿inconsciente?), que tiene su empleo en la economía significante del sujeto amoroso.

Esta frase madre (aquí solamente postulada) no es una frase plena, no es un mensaje acabado. Su principio activo no es lo que dice, sino lo que articula: no es, después de todo, más que un «aria sintáctica», un «modo de construcción».

Por ejemplo, si el sujeto espera al objeto amado en una cita, un aire de frase viene a repetirse machaconamente en su cabeza: «De todos modos no está bien…»; «él/ella habría podido perfectamente…»; «él/ella sabe muy bien…»: ¿poder, saber, qué? Poco importa, la figura «Espera» está ya formada.

Estas frases son matrices de figuras, precisamente porque quedan en suspenso: dicen el afecto y luego se detienen; su papel está cumplido. Las palabras no son jamás locas (a lo sumo son perversas), es la sintaxis la que es loca: ¿no es á nivel de la frase que el sujeto busca su lugar —y no lo encuentra— o encuentra un lugar falso que le es impuesto por la lengua?

En el fondo de la figura hay algo de «alucinación verbal» (Freud, Lacan): frase trunca que se limita generalmente a su parte sintáctica («Aunque seas…», «Si debes aún…»). Así nace la emoción de toda figura: hasta la más dulce lleva en sí el pavor de un suspenso: escucho en ella el quos ego… neptúneo, borrascoso.

 

 

orden

 

 

A todo lo largo de la vida amorosa las figuras surgen en la cabeza del sujeto amoroso sin ningún orden, puesto que dependen en cada caso de un azar (interior o exterior). En cada uno de estos incidentes (lo que le «cae» encima), el enamorado extrae de la reserva (¿el tesoro?) de figuras, según las necesidades, las exhortaciones o los placeres de su imaginario.

Cada figura estalla, vibra sola como un sonido separado de toda melodía o se repite, hasta la saciedad, como el motivo de una música dominante. Ninguna lógica liga las figuras ni determina su contigüidad: las figuras están fuera de todo sintagma, fuera de todo relato; son Erinias; se agitan, se esquivan, se apaciguan, vuelven, se alejan, sin más orden que un vuelo de mosquitos.

El dis-cursus amoroso no es dialéctico; gira como un calendario perpetuo, como una enciclopedia de la cultura afectiva (en el enamorado hay algo de Bouvard y Pécuchet).

En términos lingüísticos se diría que las figuras son distribucionales, pero que no son integrativas; permanecen siempre en el mismo nivel: el enamorado habla por paquetes de frases, pero no integra esas frases a un nivel superior, a una obra; es un discurso horizontal: ninguna trascendencia, ninguna salvación, ninguna novela (pero mucho de novelesco).

Todo episodio amoroso puede estar, por cierto, dotado de un sentido: nace, se desarrolla y muere, sigue un camino que es siempre posible interpretar según una causalidad o una finalidad, o moralizar, incluso, si es preciso («Estaba loco, estoy curado», «El amor es un señuelo del que será necesario desconfiar en adelante», etcétera): ahí está la historia de amor, esclava del gran Otro narrativo, de la opinión general que desprecia toda fuerza excesiva y quiere que el sujeto reduzca por sí mismo el gran resplandor imaginario que lo atraviesa sin orden y sin fin a una crisis dolorosa, mórbida, de la que es necesario curarse («Nace, crece, hace sufrir, pasa», exactamente como una enfermedad hipocrática): la historia de amor (la «aventura») es el tributo que el enamorado debe pagar al mundo para reconciliarse con él.

Muy distinto es el discurso, el soliloquio, el aparte que acompaña a esta historia, sin jamás conocerla. Es principio mismo de este discurso (y del texto que lo representa) que sus figuras no puedan alinearse: ordenarse, progresar, concurrir a un fin (a un propósito preestablecido): no hay en él primeras ni últimas.

Para dar a entender que no se trataba aquí de una historia de amor (o de la historia de un amor), para desalentar la tentación del sentido, era necesario elegir un orden absolutamente insignificante. Se ha sometido pues la sucesión de las figuras (inevitable, puesto que el libro está obligado, estatutariamente, a la progresión) a dos arbitrariedades conjugadas: la de la designación y la del alfabeto.

Sin embargo, cada una de estas arbitrariedades se atempera: una, por la razón semántica (entre todos los nombres del diccionario una figura no puede recibir más que dos o tres); otra, por la convención milenaria que norma el orden de nuestro alfabeto. Se han evitado igualmente las artimañas del azar puro, que bien habría podido producir secuencias lógicas; puesto que no se debe, dice un matemático, «subestimar el poder del azar de engendrar monstruos»; el monstruo, en este caso, habría sido, surgiendo de un cierto orden de las figuras, una «filosofía del amor», ahí donde no se debe esperar más que su afirmación.

 

 

referencias

 

 

Para componer este sujeto amoroso se han «montado» trozos de origen diverso. Está aquello que proviene de una lectura regular, la del Werther de Goethe. Aquello que proviene de lecturas insistentes (El Banquete de Platón, el Zen, el psicoanálisis, algunos místicos, Nietzsche, los Heder alemanes). Aquello que proviene de lecturas ocasionales.

O lo que proviene de conversaciones de amigos. Está, en fin, lo que surge de mi propia vida.

Todo lo que proviene de los libros y de los amigos hace a veces su aparición en el margen del texto, bajo la forma de nombres en el caso de los libros y de iniciales en el de los amigos.

Las referencias así dadas no son de autoridad sino de amistad: no invoco garantías, evoco solamente, por una suerte de saludo dado al pasar, lo que seduce, lo que convence, lo que da por un instante el goce de comprender (¿de ser comprendido?).

Se han dejado pues estos recuerdos de lectura, de escucha, en el estado generalmente incierto, inacabado, que conviene a un discurso cuya instancia no es otra que la memoria de los lugares (libros, encuentros) donde tal o cual cosa ha sido leída, dicha, escuchada. Puesto que si el autor presta aquí al sujeto amoroso su «cultura», a cambio de ello el sujeto amoroso le trasmite la inocencia de su imaginario, indiferente a los buenos usos del saber.

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Es pues un enamorado el que habla y dice:

 

«Me abismo, sucumbo…»

 

abismarse. Ataque de anonadamiento que se apodera del sujeto amoroso, por desesperación o plenitud.

Herida o felicidad, me dan a veces ganas de abismarme. Esta mañana (en el campo), el día es gris y benigno. Sufro (por no sé qué incidente). Una idea de suicidio se presenta, limpia de todo resentimiento (ningún chantaje a nadie); es una idea insulsa; no rompe nada (no «quiebra» nada), se adapta al color (al silencio, al abandono) de esta mañana.

Otro día, bajo la lluvia, esperamos el barco a orillas de un lago; de felicidad, esta vez, el mismo ataque de anonadamiento me domina. Así, a veces, la desdicha o la alegría caen sobre mí sin que sobrevenga ningún tumulto: tampoco ningún pathos: estoy disuelto, no despedazado; caigo, me deslizo, me consumo. Este pensamiento acariciado, probado, tanteado (como se tantea el agua con el pie) puede regresar. No tiene nada de solemne. Esto es, muy precisamente, la dulzura.

La explosión de abismo puede venir de una herida pero también de una fusión: morimos juntos de amarnos: muerte abierta, por dilución en el éter, muerte cerrada de la tumba común.

 

El abismo es un momento de hipnosis. Una sugestión actúa, que me empuja a desvanecerme sin matarme. De ahí, tal vez, la dulzura del abismo: no tengo ninguna responsabilidad, el acto (de morir) no me incumbe: me confío, me transfiero (¿a quién?; a Dios, a la Naturaleza, a todo, salvo al otro).

Cuando me ocurre abismarme así es porque no hay más lugar para mí en ninguna parte, ni siquiera en la muerte. La imagen del otro —a la que me adhería, de la que vivía— ya no existe; tan pronto es una catástrofe (fútil) la que parece alejarla para siempre, tan pronto es una felicidad excesiva la que me hace reencontrarla; de todas maneras, separado o disuelto, no soy acogido en ninguna parte; enfrente, ni yo, ni tú, ni muerte, nadie más a quien hablar. (Curiosamente, es en el acto extremo de lo Imaginario amoroso — anonadarse por haber sido expulsado de la imagen o por haberse confundido en ella— que se cumple una caída de este Imaginario: el tiempo breve de una vacilación y pierdo mi estructura de enamorado: es un duelo artificial, sin trabajo: algo así como un no- lugar.)

¿Enamorado de la muerte? Es demasiado decir de una mitad; half in love with easeful death (Keats): la muerte liberada del morir. Tengo entonces esta fantasía: una hemorragia suave que no mana de ningún punto de mi cuerpo, una consunción casi inmediata, calculada para que tenga yo tiempo de desufrir sin haber todavía desaparecido. Me instalo fugitivamente en un pensamiento falso de la muerte (falso como una clave falsificada): pienso la muerte al lado: la pienso según una lógica impensada, derivo fuera de la pareja fatal que une la muerte y la vida oponiéndolas.

¿El abismo no es más que un aniquilamiento oportuno? No me sería difícil leer en él no un reposo, sino una emoción. Enmascaro mi duelo en una huida; me diluyo, me desvanezco para escapar a esta compacidad, a este atasco, que hace de mí un sujeto responsable: salgo: es el éxtasis.

 

Rué du Qierche-Midi, después de una noche difícil, X… me explicaba muy bien, con una voz precisa, con frases acabadas, apartadas de todo inexpresable, que deseaba a veces desvanecerse; se lamentaba de no poder nunca desaparecer a voluntad. Sus palabras decían que esperaba entonces sucumbir a su debilidad, no resistir las heridas que le hace el mundo; pero, al mismo tiempo, sustituía esta fuerza desfalleciente por otra fuerza, otra afirmación: asumo a despecho de todo una negativa de entereza, por lo tanto una negativa de moral: eso decía la voz de X…

 

WERTHER: «En estos pensamientos me abismo, sucumbo, bajo el poder de esas magníficas visiones» (4). «¡La veré![…] Todo, todo, como devorado por un

abismo, desaparece ante esta perspectiva» (43).

 

TRISTÁN: «En la vorágine bendita del éter infinito, en tu alma sublime, inmensa inmensidad, me sumerjo y me abismo, sin conciencia, ¡oh voluptuosidad!»

(Muerte de Isolda).

 

BAUDELAIRE: «Un atardecer hecho de rosa y de azul místico / Intercambiamos un centelleo único, / Como un sollozo contenido, / Todo cargado de adiós»

(La muerte de los amantes).

 

RUSBROCK [RUYSBROECK]: «…el reposo del abismo» (40).

«En la calma tierna de tus brazos»

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

♥Ξ


 

 

 

 

 

 

 

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