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Accioné el conmutador. No se encendió la luz. Pasé a la cocina, al cuarto de Marthe. No había nadie.

Pero acabemos de una vez. La casa estaba abandonada. La compañía había cortado la electricidad. Quisieron volver a dármela. Pero yo no quise. Fijaos cómo he cambiado. Volví al jardín.

Al día siguiente examiné el puñado de abejas que había cogido. Un polvillo de alas y de anillos. Encontré correspondencia, en el buzón que estaba al pie de la escalera. Una carta de Savory. Mi hijo seguía bien. Naturalmente. No hablemos más de él. Volvió. Duerme. ‘Una carta de Yudi, escrita en tercera persona, pidiéndome un informe. Vaya si se lo haré. Vuelve a ser verano. Se ha cumplido ya un año desde mi salida. Me voy. Un día recibí la visita de Gaber. Quería el informe. Vaya, y yo que creía que todo eso había acabado, los encuentros, las conversaciones. «Vuelva otro día», dije.

Un día recibí la visita del padre Ambroise. «¿Será posible?», dijo al verme. Creo que a su modo me tenía verdadero afecto. Le dije que no contara más conmigo. Se engolfó en un discurso. Tenía razón. Quién no tiene razón. Le dejé. Me voy. Quizá encuentre a Molloy. Mi rodilla no mejora. Tampoco empeora. Ahora llevo muletas. Esta vez seré más rápido.

Vendrán buenos tiempos. Aprenderé. Ya he vendido lo que tenía por vender. Pero tenía muchas deudas.

No soportaré más ser un hombre, ya no lo intentaré. Esta lámpara ya no la vuelvo a encender. La apagaré de un soplo y me iré al jardín. Pienso en los largos días de mayo, de junio que pasé en el jardín.

Un día hablé con Hanna. Me dio noticias de Zulú, de las hermanas Elsner. Sabía quién era yo y no me temía. Nunca salía, no le gustaba salir. Me hablaba desde su ventana. Las noticias eran malas, pero no del todo. También había cosas buenas. Eran días hermosos. El invierno había sido excepcionalmente riguroso, todo el mundo lo decía. De modo que teníamos derecho a aquel magnífico verano. No sé si teníamos derecho.

No habían matado a mis pájaros. Eran pájaros salvajes. Y sin embargo bastante confiados. Yo los reconocía y ellos parecían reconocerme. Aunque nunca se sabe. Faltaban algunos y había otros nuevos. Intentaba comprender mejor su lenguaje. Sin recurrir al mío. Eran los días más largos y más hermosos del año. Yo vivía en el jardín. Ya he hablado de una voz que me decía esto y lo otro.

En aquella época comenzaba a actuar de acuerdo con ella, a comprender sus deseos. No se servía de las palabras que habían enseñado al pequeño Moran, quien a su vez las había enseñado a su pequeño. De modo que al principio no sabía lo que quería la voz, pero he terminado por comprender su lenguaje. Lo he comprendido, lo comprendo, quizá erróneamente. No es este el problema. La voz es quien me dijo que hiciese el informe. ¿Es decir, que ahora soy más libre? No lo se. Ya aprenderé. Entonces entré en casa y escribí, es medianoche. La lluvia azota los cristales. No era medianoche. No llovía.

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samuel beckett

molloy

 

 

 

 

 


 

 

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