a pesar de tratarse, quizá, de una novela, no es necesario comenzar por la primera página para seguir sin dificultad el argumento que,
propiamente, no tiene o, mejor dicho, su argumento es continuamente el mismo.
Incluso soy partidario de no comenzar por el principio, sobre todo para escapar de la sofocante sensación de que debo seguir adelante
página tras página. Molloy, el protagonista, es capaz de producir situaciones absurdas cada pocas líneas, pero nunca permite que
dejemos de comprender cada uno de sus comportamientos: siempre tiene en cuenta que estamos ahí y que necesitamos algunas
explicaciones, que nos proporciona amablemente.

 

 

samuel beckett

 

molloy

 

 

páginas 17-19

 

 

 

 

Y a la mierda. Veamos. Incapaz de recordar el nombre de mi ciudad, tomé la resolución de detenerme al borde de la acera, en espera de un transeúnte de aspecto agradable e instruido, para quitarme el sombrero y decirle con mi mejor sonrisa:

 

«Dispense, señor, perdone, señor, por favor, ¿cómo se llama esta ciudad?»

 

Pues una vez pronunciada la palabra, yo recordaría si era o no la palabra que había estado buscando en mi memoria. Con lo cual sabría de una vez a qué atenerme.

 

Un absurdo y desgraciado percance impidió que ejecutara esta resolución, tomada mientras iba pedaleando. Pues mis resoluciones tenían la particularidad de que una vez tomadas surgía un incidente incompatible con su puesta en práctica. Sin duda hay que atribuir a esto que ahora tome muchas menos resoluciones que en la época a que me refiero y que entonces tomara menos que algún tiempo atrás.

 

Pero a decir verdad (¡a decir verdad!) nunca me he distinguido por ser particularmente resuelto, quiero decir dispuesto a tomar resoluciones, sino más bien dispuesto a hundirme con la cabeza gacha en la mierda, sin saber quién se me estaba cagando encima ni de qué lado me convenía recostarme.

Pero tampoco esta predisposición me procuraba muchas satisfacciones, y aunque nunca he llegado a liberarme de ella, no vayáis a creer que no lo haya intentado. El hecho es, según parece, que a lo máximo que puede aspirar uno es a ser al final algo menos de lo que era al principio, y así sucesivamente.

Pues apenas había establecido mentalmente mi plan, cuando me di de manos a boca con un perro, según supe más tarde, y caí al suelo, torpeza tanto más imperdonable cuanto que el perro, atado con un lazo, no estaba en la calzada, sino en la acera, paseando juiciosamente al lado de su dueña.

 

Hay que tomar las precauciones con precaución, ocurre como con las resoluciones. Aquella señora debía creer que no dejaba nada al azar, en lo que respecta a la seguridad de su perro, cuando lo que hacía en realidad era desafiar a toda la naturaleza, como yo con mis disparatadas pretensiones de poner algo en claro.

 

Pero en vez de humillarme, haciendo valer mi avanzada edad y mis defectos físicos, agravé mi situación con una intentona de huida. No tardé en ser alcanzado por una jauría de justicieros de ambos sexos y de todas las edades, ya que divisé barbas blancas y caritas casi en plena edad de la inocencia, y ya se disponían a hacerme picadillo cuando intervino la señora.

Vino a decir en resumen, según me dijo más tarde y yo creí:

 

«Dejad en paz a este pobre viejo. Desde luego mató a Teddy, a quien amaba como a mi propio hijo, pero la cosa no es tan grave como parece, porque precisamente le llevaba a casa del veterinario, para que pusiera término a sus sufrimientos. Porque Teddy era viejo, sordo, ciego, baldado por el reuma y se hacía sus necesidades encima a cada paso, día y noche, tanto en casa como en el jardín. De modo que este pobre viejo me ha evitado un itinerario penoso, para no hablar de un gasto que no tengo muchos recursos para sufragar, pues mi único medio de subsistencia es la pensión de guerra de mi querido difunto, muerto por lo que llaman su patria, de la que en vida no obtuvo provecho alguno, solo afrentas y bastonazos a discreción.»

 

La aglomeración empezaba ya a disiparse, había pasado el peligro, pero la señora no paraba el carro.

 

«Me objetarán ustedes -prosiguió- que ha obrado mal al darse a la fuga, que hubiera debido presentarme sus excusas, darme explicaciones. De acuerdo. Pero salta a la vista que no está totalmente en sus cabales, por razones que ignoramos y que quizá nos avergonzarían a todos, caso de conocerlas. Llegó a preguntarme incluso si se habrá dado cuenta de lo que ha hecho.»

 

Aquélla voz monótona originaba tal hastío, que ya me disponía a proseguir mi camino cuando apareció ante mi vista el indispensable sargento de Policía.
Dejó caer pesadamente sobre el manillar de mi bicicleta su manaza roja y velluda, lo noté por mi mismo, y, según parece, sostuvo con la señora la siguiente conversación:

 

«Al parecer, este individuo ha aplastado a su perro, señora.»

 

«Exactamente, ¿y qué?»

 

No, renuncio a transcribir aquel diálogo estúpido. Me limitaré a decir que también el sargento de Policía terminó dispersándose, espero no emplear una palabra demasiado fuerte, refunfuñando, seguido por los últimos mirones que habían perdido ya toda esperanza de que las cosas se me pusieran feas.

 

Pero de pronto se volvió y dijo: «Llévese a su perro inmediatamente.»

 

Como ya era libre de partir, adopté la posición de partida. Pero la señora, una tal señora Loy, más vale decirlo cuanto antes, o Lousse, ya no me acuerdo, un nombre de pila que sonaba como Sofía, me retuvo, cogiéndome los faldones y diciendo, en el supuesto de que la última frase fuera igual que la primera:

 

«Señor, le necesito.»

 

Y me figuro que al ver en mi expresión, siempre reveladora, que la había comprendido, debió de decirse:

 

«Si ha comprendido, esto puede comprender lo demás.»

 

Y no andaba equivocada, pues al cabo de un rato me encontraba en posesión de algunas ideas o puntos de vista que solo podían provenir de ella, a saber, que, ya que había matado a su perro, tenía que ayudarla a llevarlo a su casa y enterrarlo, que ella no quería querellarse por lo que yo le había hecho, pero que no siempre uno deja de hacer lo que quiere, que yo le resultaba simpático pese a mi aspecto repugnante y que seria para ella un placer el ayudarme, y no sé cuántas cosas más. Conque, al parecer, yo también la necesitaba a ella.

 

Ella me necesitaba para que la ayudase a hacer desaparecer a su perro y yo la necesitaba no sé para qué. Sin duda me dijo los motivos, pues se trataba de una insinuación que no podía pasar decorosamente por alto como había pasado decorosamente por alto lo anterior, y no vacilé en decirle que yo no la necesitaba ni a ella ni a nadie, bueno, quizá decir esto era un poco exagerado, porque necesitaba a mi madre, porque si no la necesitaba, ¿a qué venia aquel empeño en ir a verla?

 

Esta es una de las razones que me impulsan a hablar lo menos posible. Y es que siempre digo demasiado o demasiado poco, lo que me apena, pues soy muy amante de la verdad.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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