JEAN-PAUL SARTRE

  BAUDELAIRE

 

EDITORIAL  LOSADA , S.A.

BUENOS AIRES

BIBLIOTECA DE ESTUDIOS LITERARIOS

Traducción de AURORA BERNÁRDEZ

(TERCERA EDICIÓN)

 

A JEAN GENET

 

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Esta vez el tono es satisfecho; este hombre que se declara «muy lejos de sentirse embrutecido» está muy lejos de considerar que no hará nada en su vida. En cuanto a las deudas, en la carta de agosto parecían inflarse solas por una especie de maldición; en la carta de setiembre nos enteramos de que su crecimiento quedó contenido en límites severos gracias a una inteligente economía. ¿Dónde está la verdad? Ni en un caso ni en el otro, evidentemente. Es sorprendente, en efecto, que Baudelaire aumente las deudas contraídas desde 1843 cuando se dirige a su madre y les reste importancia, por el contrario, cuando escribe a Poulet Malassis.

Pero es comprensible ya que, frente a madame Auspick, quiere dárselas de víctima. Las cartas que le escribe son una curiosa mezcla de confesiones y reproches disimulados. La mayor parte del tiempo, el sentido es más o menos éste : mira en qué abyección me hiciste caer. Durante esos veinte años de correspondencia, exhibe incansablemente los mismos agravios: el casamiento de su madre, el consejo de familia. Declara que Ancelle «es para [él] la perfecta calamidad y que pone los dos tercios en todos los accidentes de [su] vida».

Se queja de la educación que ha recibido, de la actitud de su madre que nunca es «una amiga», del temor que le inspiraba su padrastro. Tiene miedo de parecerle feliz. Si por casualidad se da cuenta de que su tono es más alegre, aliado en seguida: 

Encontrarás esta carta menos desolada que las otras. 

No sé de dónde me ha vuelto el coraje; sin embargo, no tengo motivo para regocijarme de la vida.

En una palabra, su ostentación de sufrimiento tiene visiblemente un doble fin. El primero es saciar sus rencores, quiere inspirar remordimientos a su madre.

El segundo es más complejo: madame Aupick representa el juez, el Bien. Frente a ella se humilla, busca la condena y la absolución. Pero odia ese Bien al mismo tiempo que lo respeta, y lo mantiene a la fuerza y como una pantalla delante de él. Lo odia porque es un freno a su libertad, porque lo eligió justamente para que fuera ese freno. Esas normas están ahí para ser violadas; pero al mismo tiempo para provocar remordimientos ‘en el que las viola.

Cien veces deseó verse libre de ellas; pero este deseo no es enteramente sincero, puesto que si se desembarazara perdería al mismo tiempo los beneficios de la tutela. Entonces, a falta de poder mirarlas de frente y hacerlas desvanecer bajo su mirada, intenta desvalorizarlas solapadamente, desde abajo, tornarlas nefastas sin disminuir sin embargo su valor absoluto. Se pone en estado de rencor con respecto al Bien. Es un proceso frecuente en la autopunición. Alexandre cita un caso análogo: un hombre que sufre por un amor secreto a su madre, se siente culpable frente a su padre.

Se hace castigar, pues, por la sociedad, asimilada al poder paternal, para que los sufrimientos injustos que le inflige disminuyan su autoridad sobre él y, al mismo tiempo, lo hagan menos culpable. Pues si el Bien es menos bueno, el Mal resulta menos malo. Los sufrimiento de que se queja Baudelaire son, del mismo modo, como un alivio a su falta; establecen una suerte de reciprocidad entre el pecador y el juez; el pecador ofende al juez, pero el juez ha hecho sufrir injustamente al pecador.

Representan simbólicamente la imposible superación del Bien hacia la libertad. Son créditos de Baudelaire sobre el universo teocrático donde escogió vivir. En este sentido, ¿no son más fingidas aún que sentidas? Y sin duda no hay tanta diferencia entre un sentimiento fingido y un afecto sentido. Pero queda, sin embargo, en estos dolores de mala fe, una insuficiencia esencial. Son fantasmas hostigadores, no realidades; y no son los acontecimientos los que los engendran, sino las determinaciones de la vida interior. Nutridos de bruma, serán siempre brumosos. Y cuando, bajo un latigazo súbito, Baudelaire, en 1845, decide matarse, cesan de pronto sus quejas: explica a Ancelle que lo lleva al suicidio la apreciación objetiva de su situación y  no los sufrimientos, que confiesa no sentir.

Hay otro aspecto, además, en el dolor baudelairiano. Forma una unidad, en efecto, con su orgullo. Que eligió originariamente padecer y padecer más que nadie, bastaría para probarlo la extraordinaria carta que pensaba escribir a J. Janin y que se quedó en proyecto: «Usted es un hombre feliz. Lo compadezco, señor, por ser tan fácilmente feliz. ¡Ya tiene que haber caído bajo un hombre para creerse feliz . . . ! ¡Ah!, usted es feliz, señor. ¡Qué! Si dijera: soy virtuoso, comprendería lo que se sobreentiende: sufro menos que otros. Pero no, usted es feliz. ¿Fácil de contentar, entonces? Lo compadezco y estimo más distinguido mi mal humor que su beatitud. Llegaré a preguntarle si los espectáculos de la tierra le bastan.¡Qué! ¿Nunca sintió ganas de irse, nada más que por cambiar de espectáculo? Tengo muy series razones para compadecer a quien no ama la muerte».

Este texto es revelador. Nos enseña en primer lugar que el sufrimiento, para Baudelaire, no es el remolino violento que sigue a un choque, a una catástrofe, sino un estado permanente, que nada es susceptible de aumentar o disminuir. Y este grado corresponde a una especie de tensión psicológica; es el grado de esta tensión lo que permite establecer una jerarquía entre los hombres. El hombre feliz ha perdido la tensión de su alma, ha caído.

Baudelaire jamás aceptará la felicidad porque es inmoral. De modo que la desdicha de un alma, lejos de ser el contragolpe de las tormentas exteriores, viene por sí sola: es su cualidad más rara. Nada indica mejor que Baudelaire escogió sufrir. El dolor, dice, es «la nobleza». Pero justamente porque debe ser noble, no sería conveniente —ni conforme a la flema del dandy— que adoptara el aspecto de una emoción y se expresara con gritos o llantos. Cuando Baudelaire nos describe al hombre doloroso según su sentir, tiene el cuidado de retirar muy lejos en el pasado la causa de sus sufrimientos.

«El hombre sensible moderno» que cuenta con todas sus simpatías y a quien presenta en Les paradis artificiels, tiene «un corazón tierno, fatigado por la desgracia, pero aún dispuesto al rejuvenecimiento; llegaremos, si lo queréis, a admitir faltas antiguas . . . «. Una hermosa cabeza de hombre, dice en Fusées, «contendrá algo ardiente y triste —necesidades espirituales, ambiciones tenebrosamente rechazadas—, la idea de una insensibilidad vengativa. . . en fin (para tener el coraje de confesar hasta qué punto me siento moderno en estética), la desdicha». De ahí su «irresistible simpatía por las ancianas, esos seres que han padecido mucho por sus amantes, por sus hijos y también por sus propias faltas».

¿Por qué no amar las jóvenes, cuando sufren? Porque sus dolores se manifiestan entonces con gritos desordenados. Son vulgares. Con el tiempo un equilibrio en la tristeza sucede a esos estallidos discontinuos. Y ahí está lo que Baudelaire aprecia ante todo. Esa afección que, más que el nombre de dolor, merecería el de melancolía, manifiesta a sus ojos una especie de toma de conciencia de la condición humana.

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Hay otro aspecto, además, en el dolor baudelairiano. Forma una unidad,

en efecto, con su orgullo. Que eligió originariamente padecer y padecer

más que nadie, bastaría para probarlo la extraordinaria carta que pensaba

escribir a J. Janin y que se quedó en proyecto:

«Usted es un hombre feliz. Lo compadezco, señor, por ser tan fácilmente feliz.

¡Ya tiene que haber caído bajo un hombre para creerse feliz . . . ! ¡Ah!, usted es

feliz, señor. ¡Qué! Si dijera: soy virtuoso, comprendería lo que se sobreentiende:

sufro menos que otros. Pero no, usted es feliz. ¿Fácil de contentar, entonces?

Lo compadezco y estimo más distinguido mi mal humor que su beatitud.

Llegaré a preguntarle si los espectáculos de la tierra le bastan.¡Qué! ¿Nunca

sintió ganas de irse, nada más que por cambiar de espectáculo? Tengo muy

serias razones para compadecer a quien no ama la muerte».

 

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En este sentido, el dolor es el aspecto afectivo de la lucidez. «Llegaré a preguntarle si los espectáculos de la tierra le bastan.» Esta lucidez, al aplicarse a la situación del hombre, le revela su exilio. El hombre sufre porque está insatisfecho.

La insatisfacción: eso es lo que el dolor baudelairiano se ha encargado de expresar. «El hombre sensible moderno» no sufre por tal o cual motivo particular, sino, en general, porque nada de esta tierra podría contentar sus deseos. Se ha querido ver aquí un llamado al cielo. Pero Baudelaire, lo hemos visto, nunca tuvo fe, salvo en un período en que la enfermedad lo debilitaba. La insatisfacción resulta más bien de la conciencia que tuvo en seguida de la trascendencia humana.

Cualquiera sea la circunstancia, cualquiera sea el placer ofrecido, el hombre está perpetuamente más allá, los supera hacia otros fines y finalmente hacia sí mismo. Sólo que, en la trascendencia en acto, el hombre metido en su carrera, lanzado a una empresa a largo plazo, apenas se fija en la circunstancia que supera. No la desprecia, no se declara insatisfecho de ella: la usa como un medio, conservando la mirada fija en el fin que persigue.

Baudelaire, incapaz de obrar y lanzado a sacudidas en empresas a corto plazo que abandona para caer en un embotamiento, encuentra en sí, si me atrevo a decirlo, una superación cuajada. Lo que encuentra en el camino lo supera, se sobreentiende, y su mirada va más allá de lo que ve. Pero ese superar no es sino un movimiento de principio; no se define por ningún fin, se pierde en el ensueño o, si se prefiere, se toma a sí mismo por fin. La insatisfacción de Baudelaire supera por superar. Es dolor porque nada la colma, nada la satisface.

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«Llegaré a preguntarle si los espectáculos de la tierra le bastan.»

 

 

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«iA cualquier parte! A cualquier parte, con tal de que sea fuera de este mundo». Pero su decepción constante no procede de que los objetos que encuentra no corresponden a un modelo propuesto o de que no son los instrumentos que le convienen; como los supera en el vacío, lo decepcionan simplemente porque son.

Son, es decir, que se encuentran allí para mirar más allá de ellos. De este modo el dolor de Baudelaire es el ejercicio en el vacío de su trascendencia, en presencia de lo dado. Por el dolor se planta como si no fuera de este mundo. Es otra forma de su desquite contra el Bien. En la medida, en efecto, en que se ha sometido deliberadamente a la Regla divina, paternal y social, el Bien lo encierra y lo aplasta; yace en el fondo del Bien como en un pozo.

Pero su trascendencia lo venga: aun aplastado, aun sacudido por las olas del Bien, el hombre es siempre otra cosa. Sólo que, si la viviera hasta el final, ella lo llevaría a negar ese Bien mismo, a proyectarse hacia otros fines que serían verdaderamente suyos. Se niega a ello; refrena el impulso positivo; sólo quiere vivir su aspecto negativo de insatisfacción, que es como una reserva mental perpetua.

Por el dolor, el broche se ajusta, el sistema vuelve a cerrarse. Baudelaire se ha sometido al Bien para violarlo; y si lo viola es para sentir con más fuerza su influencia, para ser condenado en su nombre, rotulado, transformado en cosa culpable. Pero por el dolor escapa de nuevo a su condena, se recupera como espíritu y libertad. El juego no tiene riesgos; no niega el Bien, no lo trasciende; simplemente no se satisface con él. Ni siquiera tiene inquietud, no encara otro mundo con otras normas más allá del que conoce. Vive su insatisfacción por ella misma: el Deber es el Deber, sólo este universo existe con sus normas.

Pero la criatura que Baudelaire es, soñando imposibles evasiones, afirma con su perpetua melancolía su singularidad, su derecho y su valor supremo. No hay solución y no se la busca: simplemente la criatura se embriaga con la certeza de que vale más que este mundo infinito, puesto que está descontento de él. Todo lo que es debía ser, nada podía ser sino lo que es : éste es el punto de partida tranquilizador.

El hombre sueña con lo que no podía ser, con lo irrealizable, lo contradictorio; ésos son sus títulos de nobleza. Ésa es la espiritualidad negativa por la cual la criatura se planta como un reproche frente a la creación y la supera. Y no por casualidad Baudelaire ve en Satán el tipo acabado de la belleza dolorosa.

Vencido, caído, culpable, denunciado por toda la Naturaleza, desterrado del universo, abrumado por el recuerdo de la falta inexpiable, devorado por una ambición insatisfecha, traspasado por la mirada de Dios que lo cuaja en su esencia diabólica, obligado a aceptar hasta el fondo del corazón la supremacía del Bien, Satán triunfa sin embargo sobre el mismo Dios, su amo y vencedor, por su dolor, por esa llama de insatisfacción triste que, en el momento mismo en que consiente en ese aplastamiento, brilla como un reproche inexpiable.

En ese juego de «el que pierde gana» es el vencido quien, en tanto que vencido, se lleva la victoria. Orgulloso y vencido, penetrado del sentimiento de su unicidad frente al mundo, Baudelaire se asimila a Satán en lo secreto de su corazón. Y quizá el orgullo humano nunca fue más lejos que en ese grito siempre sofocado, siempre contenido, y que suena a todo lo largo de la obra baudelairiana: «¡Yo soy Satan!» ¿Pero qué es en el fondo Satán sino el símbolo de los niños desobedientes y enfurruñados que piden a la mirada paterna que les cuaje en su esencia singular, y hacen el mal en el marco del bien para afirmar su singularidad y lograr su consagración?

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Este «retrato», sin duda, habrá decepcionado un poco; hasta aquí no hemos intentado explicar ni siquiera mencionamos los rasgos más evidentes y más célebres del carácter que pretendemos pintar: el horror a la naturaleza, el culto de la «frialdad», el dandysmo y esa vida a reculones que avanza, con la cabeza vuelta hacia atrás, mirando huir el tiempo como se ve huir el camino por el retrovisor. En vano se habrán buscado algunas aclaraciones sobre la Belleza tan particular por él elegida y sobre el secreto encanto que hace inimitables sus poemas.

Para muchos, en efecto, Baudelaire no es —con razón— sino el autor de Les fleurs du mal, pura y simplemente; y tienen por inútil toda búsqueda que no consiga aproximarnos al «hecho poético» baudelairiano.

Pero los datos de carácter empírico, si bien son los que primero se encuentran, no son los primeros en formarse. Manifiestan el cambio de una situación a causa de una elección original; son complicaciones de esa elección y, para decirlo de una vez, en cada una de ellas coexisten todas las contradicciones que lo desgarran, pero reforzadas, multiplicadas como consecuencia de su contacto con la diversidad de los objetos del mundo.

La elección que hemos descrito, ese balanceo perpetuo entre la existencia y el ser, queda en el aire, de acuerdo, si no se manifiesta a través de una actitud concreta y particular hacia Jeanne Duval o madame Sabatier, Asselineau o Barbey d’Aurevilly, un gato, la legión de honor o el poema que Baudelaire empezó.

Pero al contacto con la realidad se complica al infinito; cada pensamiento, cada humor se diría un nudo de víboras, tantos sentidos diversos y opuestos comporta, tantas razones que se destruyen unas a otras pueden determinar un mismo acto. Por eso convenía arrojar luz sobre la elección baudelairiana antes de examinar sus conductas.

La aversión de Baudelaire por la naturaleza ha sido frecuentemente subrayada por sus biógrafos y críticos. De ordinario quiere encontrarse el origen en su formación cristiana y en la influencia que ejerció sobre él Joseph de Maistre. La acción de estos factores no es negable y la invoca el mismo Baudelaire cuando quiere explicarse:

«La mayoría de los errores relativos a lo bello nacen de la falsa concepción del siglo XVIII con respecto a la moral. La naturaleza fue tomada en aquel tiempo como base, fuente y tipo de todo bien y de toda belleza posible. La negación del pecado original tuvo no poca importancia en l a ceguera general de esta época. No obstante, si consentimos en remitirnos simplemente al hecho visible, a la experiencia de todas las edades y a la Gaceta de los Tribunales, veremos que la naturaleza no enseña nada o casi nada, es decir, que obliga al hombre a dormir, a beber, a comer, y a precaverse, mal como pueda, de las hostilidades de la atmósfera. Ella es también la que empuja al hombre a matar a su semejante, a comerlo, a secuestrarlo, a torturarlo . . . El crimen, cuyo gusto ha probado el animal humano en el vientre de su madre, es originariamente natural. La virtud, por el contrario, es artificial, sobrenatural, pues fueron precisos en todos los tiempos y en todas las naciones, dioses y profetas que la enseñaran a la humanidad animalizada, y el hombre, solo, hubiera sido impotente para descubrirla. 

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«El mal se hace sin esfuerzo, naturalmente, por fatalidad; el bien es siempre producto de un arte».

Pero este texto, que parece decisivo a primera lectura, es menos convincente a la segunda. Baudelaire asimila en él el Mal a la naturaleza. Y estas líneas podría haberlas firmado el marqués de Sade. Pero para tenerles absoluta fe deberíamos olvidar que el verdadero Mal baudelairiano, el Mal satánico que evocó cien veces en sus obras, es producto deliberado de la voluntad y del artificio. Si hay, pues, un Mal distinguido y un Mal vulgar, la vulgaridad es lo que ha de horrorizar a nuestro autor, no el crimen. Y además l a cuestión se complica: si la Naturaleza, en varios textos, aparece asimilable al pecado original, abundan los pasajes en las cartas de Baudelaire donde la expresión «natural» es sinónimo de legítimo y justo. Cito uno, al azar; se encontrarán otros cien:

 

Esta idea —escribe el 4 de agosto de 1860— derivaba de la intención más natural y filial. 

 

Hay que concluir, pues, cierta ambivalencia de la noción de Naturaleza. El horror que Baudelaire le tiene no es tan fuerte que no pueda invocarla para  justificarse o defenderse. Con el examen encontraremos en la actitud del poeta capas de significaciones muy diversas, la primera de las cuales, que se expresa en el texto de L’art romantique, ya citado, es literaria y deliberada (la influencia de Maistre sobre Baudelaire es sobre todo de apariencia: nuestro autor encontraba «distinguido» remitirse a ella), y la última, oculta, sólo se deja presentir a través de las contradicciones que acabamos de mencionar.

 

Lo que parece haber obrado mucho más profundamente sobre el pensamiento de Baudelaire que la lectura de Les Soirées de Saint-Pétershourg, es la gran corriente antinaturalista que va de Saint-Simon a Mallarmé y Huysmans a través de todo el siglo XIX.

 

La acción combinada de los sansimonianos, los positivistas y Marx, engendró, hacia 1848, el sueño de una antinaturaleza. La expresión misma de antinaturaleza es de Comte; en la correspondencia de Marx y Engels se encuentra la de antifisis. Las doctrinas son diferentes, pero el ideal es el mismo: se trata de la institución de un orden humano directamente opuesto a los errores, a las injusticias y a los mecanismos ciegos del Mundo natural.

 

Lo que distingue este orden de la «Ciudad de los fines» que Kant concebía a fines del siglo XVII y que también oponía al estricto determinismo, es la intervención de un factor nuevo: el trabajo. Ya no por las solas luces de la Razón el hombre impone su orden al Universo, sino por el trabajo, y especialmente por el trabajo industrial. En el origen de este antinaturalismo, aún más que una doctrina anticuada de la gracia, está la revolución industrial del siglo xix y la aparición del maquinismo. Baudelaire sigue la corriente.

 

Cierto, el obrero no le interesa; pero el trabajo lo atrae porque es como un pensamiento impreso en la materia. Siempre lo tentó la idea de que las cosas son pensamientos objetivados y como solidificados. De este modo podía mirarse en ellas. Pero las realidades naturales no tienen a sus ojos significación alguna. No quieren decir nada. Y sin duda una de las reacciones más inmediatas de su espíritu es ese disgusto y ese hastío que lo embargan frente a la monotonía vaga, muda y desordenada de un paisaje.

«Me pide usted versos para su pequeño volumen, versos sobre la naturaleza, ¿verdad?, sobre los bosques,

las grandes encinas, el verdor, los insectos, el sol, seguramente. Pero bien sabe que soy incapaz de enternecerme 

con los vegetales, y que mi alma es rebelde a esa singular religión nueva que siempre tendrá, me parece, para todo

ser espiritual, un no sé qué shocking. No creeré jamás que el alma de los Dioses habita en las plantas, y aunque

habitara, no me cuidaría mucho de ello y consideraría la mía un bien de mayor precio que la de las legumbres

santificadas»

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