balconcillos 17
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Escúchalos aquí recitados por Tomás Galindo
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La llaman bicho o bichito, está soliviantando al personal. Suele sentarse o tumbarse allá al fondo, detrás del perejil,
entre el sol y la sombra. Sólo sabe hablar de las pollas y los coños que ha chupado por todo el mundo. Debería matarse.
Que la hagan callar o que la maten, necesita un descanso largo, muy largo: eterno.
La sala 18, la sala 18, se cree que está en la sala 18 de algún sitio. Escúchala, escucha: a kafka le pasó lo que a mí,
fue demasiado lejos en la soledad… y tuvo que saber que de allí no se vuelve. Él se alejó -yo me alejé- no por desprecio,
sino porque una es extranjera, una es de otra parte. Ellos se casan, procrean, veranean, tienen horarios, no se asustan
por la tenebrosa ambigüedad del lenguaje (no es lo mismo decir buenas noches que decir buenas noches).
Ya lo ves: una egocéntrica, una egomaníaca, una narcisista que desprecia todo y a todos, incluso a ella misma… debe ser
algo maligno lo que tiene esta muchacha, bicho, bichito: bicharraco, me parece a mí que es su nombre.
Y como soy tan inteligente que ya no sirvo para nada, y como he soñado tanto que ya no soy de este mundo, aquí estoy,
entre las inocentes almas de la sala 18, persuadiéndome día a día de que la sala, las almas puras y yo, tenemos sentido,
tenemos destino.
¿No te lo decía? Ya salió la sala 18.
¿Sentido, destino? A esa pobre mujer, el médico le dice que tiene problemas, y ella dice que no sabe, tocándose las tetas
dice que ahí tiene algo, y unas ganas de llorar que mama mía. ¿Sentido, destino? Ustedes, los mediquitos de la 18,
son tiernos y hasta besan al leproso, pero ¿se casarían con el leproso?
Esta muchacha no está en sus cabales, ya te he dicho que era un ser maligno, perverso, dime tú, ¿cómo se va a casar
el médico con el leproso, su paciente? Qué disparate, qué bicharraco de muchacha.
Pobres mediquitos, quieren que la sala 18 –una pocilga- esté limpia porque la roña les da horror, y el desorden les da terror,
y la soledad de los días vacíos se les llena de los fantasmas ilícitos de la infancia. Haber besado tantas pollas para acabar
encontrándome en una sala llena de carne de prisión.
Que la hagan callar como sea, si es un bichito que la espolvoreen con abundante insecticida. Se debe creer que es una
poeta maldita… es más bien una maldita poeta. Insecticida, por favor.
Bien, bueno, ya ves que en estos balconcillos hay también miseria humana, no todo son palabras bonitas ni poesía pura.
A veces los muchachos pierden la paciencia o se dan por vencidos o necesitan hacer daño para hacerse daño y que así
les duela algo de verdad: un dolor concreto, reconocible porque ellos mismos lo han provocado.
Aquí, como en (casi) cualquier lugar, cuando alguien abre las puertas del infierno, se nota. Claro que ahí está don roberto,
que se ha levantado nihilista, y no sé qué es peor: estamos en un naufragio sin barco, sin mar y sin playa, sin espectador,
sin fondo y sin náufrago: una historia que nadie cuenta y nadie escucha: una falla sin importancia del abismo.
Sí, la madre es un animal carnívoro que ama la vegetación lujuriosa, me han adornado ridículamente para este mundo, ay,
no es lo mismo decir buenas noches que decir buenas noches.
Es el bicho otra vez, creía que lo habrían exterminado, pero sigue extendiendo su malignidad y su resentimiento; su melancolía
grande, gorda y marrón. Y, sin embargo, las hojas se estremecen, sin ningún sentido, hermosamente, cuando se levanta el
viento del sur. Yo digo, yo creo que vivir es respirar, serenarse, mirar mapas, leer en la piel muchas cosas que no son cuestionables.
Las palabras deben tratarse con cuidado, casi con delicadeza, como los huevos, porque una vez rotas, son cosas imposibles
de reparar.
Ya estamos, esa es anne, seguro. Aquí todos se la cogen con papel de fumar. Anne se pasa la vida viajando, trayendo y llevando
átomos de aquí para allá; trasladando cosas que existen, desordenando el universo. Seguro que ella ha roto muchos más huevos
que los que ha puesto, pero siempre tiene que decir algo, no puede estarse calladita.
La realidad privada detiene su regreso al desastre que conocemos, a la sucia oportunidad, y pone las opciones individuales en
punto muerto. Antaño, si mal no recuerdo, mi vida era un festín donde corrían todos los vinos, donde se abrían todos los corazones.
Aquí cada uno va a la suya, hala, y si les dices algo, se justifican alegando que es el tema el que los elige, que ellos son sólo
instrumentos del idioma que los posee y habla a través suyo. El muchacho pelirrojo que habla en francés o en griego, según
el día, busca su carnet de condenado. Para fastidiarlo, le pregunté: ¿y cómo es, cómo es ese carnet, por si lo he visto? Y me
respondió con toda naturalidad –pero en griego- que como cualquier otro carnet, de color verde botella y plastificado, pero sin
foto: solamente constan, me dijo –en griego- los datos de filiación en el reverso y el número, el número en cifras grandes y rojas,
en el anverso. ¿Y cuál es tu número, muchacho?, le pregunté en buen francés. Eso es lo que quiero saber, por eso busco el
carnet que he perdido, me respondió –en griego, con acento arcaico-.
Cae el crepúsculo y cesa el viento: las sombras son húmedas, las palomas, negras: he llegado por fin; éste no es mi lugar,
pero he llegado.
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