simon
armitage
a las 15:30 junto a la casa de los elefantes
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-¡Vamos a casarnos en el zoológico! -exclamó Scott-.
-Perfecto -dijo Charlene-. Encontraron el nombre de un ministro humanista en las Páginas Amarillas y se las arregló para encontrarse con ellos a las 15:30 junto a la casa de los elefantes.
“¿Estáis seguros de que no preferiríais la pared de cristal del tanque de los pingüinos como telón de fondo?»-preguntó el ministro. «Son tan vivaces y vitales.»
«No, aquí está bien», dijo Scott. «Perfecto», convino Charlene.
«Entonces, comencemos. ¿Tú, Scott, crees que la amistad y la decencia sostienen la esencia de la humanidad?» » Lo creo,» dijo Scott, quitando un pelo perdido pegado al labio de Charlene.
«Y tú, Charlene, estás de acuerdo en entregar el universo a las generaciones futuras en una condición mejorada y moralmente realzada?»
“Lo estoy” -dijo Charlene-, “lo hago con toda sinceridad.”
Pero antes de que el ministro pudiera declararlos marido y mujer, un hombre brutal, grueso, con botas sucias y un gorro en punta se acercó galopando hacia ellos, gritando: “Maldita sea, ¿qué está pasando aquí?»
El ministro se había alejado muy elegantemente y estaba fingiendo admirar al oso hormiguero.
«Nos vamos a casar», dijo Scott.
«No en mi zoológico», dijo el hombre.
“¿No tiene respeto por estas criaturas, ostentando su humanidad delante de ellas? ¿No ve que están derrotadas y avergonzadas? ¿Ha mirado al orangután a la cara?” dijo Scott. «Sin embargo, nosotros somos amantes de la naturaleza.»
El cuidador soltó una carcajada. “Sois un par de hipócritas. Ahora, que os jodan.”
El corazón de Charlene se hundió en el lecho marino de su estómago. Ella hubiera querido no oír una palabra como esa el día de su boda.
«Vamos, dejad este lugar. La capibara necesita su corte de uñas, y cuando vuelva quiero ver que los supremacistas se han ido.”
Llovía y no había taxis. El vestido de seda que Charlene había encargado a un sastre en Wushi comenzó a estropearse ante sus ojos, y la cicatriz en la espalda donde Scott había sido tratado una vez de herpes zóster comenzó a palpitar y a quemar.
De vuelta a casa discutieron como lanzallamas. Pero más tarde, después de dos botellas frías de Viuda Clicquot y una bandeja de ostras de la Bahía de Dublín en hierba de bisonte con vodka, empujaron la mesa de café a un lado y delante de un brillante fuego, prescindieron de la moderación por primera vez en sus vidas.
Porque el corazón nunca renunciará a reclamar la corona, y del horno del amor nacerá el niño de oro.
Y yo debo saberlo porque mi nombre es Sean Wain, jugador de críquet australiano, lanzador sin igual de una pelota de cuero roja y su buenísimo hijo bastardo.
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15:30 by the Elephant House
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“Let’s get married at the zoo!” exclaimed Scott.
“Perfect,” said Charlene. They found the name of a humanist minister in the Yellow Pages and he arranged to meet them at 15:30 by the elephant house.
“Are you sure you wouldn’t prefer the glass wall of the penguin tank as a backdrop?” asked the minister. “They’re so vivacious and life-affirming.”
“No, here’s fine,” said Scott. “Perfect,” agreed Charlene.
“Then let’s begin. Do you, Scott, believe that friendship and decency underpin the essence of humanity?” “I do,” said Scott, removing a stray hair clinging to Charlene’s lip. “And do you, Charlene, agree to hand over the universe to future generations in an improved and morally enhanced condition?” “I do,” said Charlene, “I most truthfully do.”
But before the minister could pronounce them husband and wife, a hulking brute of a man in dirty waders and a peaked cap came galumphing towards them, bellowing, “What the bloody hell fire is going on here?”
The minister had sidled away very smartly and was pretending to admire the aardvark.
“We’re getting married,” said Scott.
“Not in my zoo you’re not,” said the man.
“Have you no respect for these creatures, flaunting your humanness in front of them? Can’t you see how defeated and ashamed they are? Have you looked the orang-utan in the face?” Scott said, “But we’re nature lovers.”
The zookeeper guffawed. “You’re a pair of hypocrites. Now fuck off.”
Charlene’s heart sank to the sea bed of her stomach. She hadn’t wanted to hear a word like that on her wedding day.
“Go on, leave this place. The capybara needs its toenails cutting, and when I come back I want to find you supremacists gone.”
It rained and there were no taxis. The silk dress Charlene had ordered from a tailor in Wushi began to perish in front of her eyes, and the scar on his back where Scott had once been treated for shingles began to throb and burn.
Back in the house they argued like flamethrowers. But later, after two bottles of chilled Veuve Clicquot and a tray of Dublin Bay oysters in bison grass vodka, they pushed the coffee table to one side and in front of a glowing fire dispensed with restraint for the first time in their lives.
For the heart shall never relinquish its claim on the crown, and from love’s furnace shall the golden infant be born. And I should know, because my name is Sean Wain, Australian test cricketer, peerless spinner of a red leather ball and their beautiful bastard son.
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