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Antes de entregar el alma y que me toque deslizarme por el tobogán rojo, quiero merodear
con las palabras del lenguaje a mujeres como Crista, exprimirla para sacar la leche azul
de su trigo tierno.
Es todo sencillo, común, normal en torno a Crista, como si el mundo se hubiese detenido y ella fuera
una mujer hermosa de cualquier tiempo, de todo tiempo, con su mirada de ojos oscuros, atenta,
adaptada a sus barras horizontales, yendo de la mañana a la noche como la luz del sol.
Nos salpica con sus líneas femeninas, con esas instantáneas de eternidad que su belleza nos envía.
‘Entre los almacenes y los silbidos, ¿en cuál de sus movimientos insonoros vive lo indestructible,
lo imperecedero, la vida?’ –pregunta el poeta, a lo que Crista viene a responder sin palabras,
tal vez apretándose con más fuerza contra las barras blancas.
Tiene una belleza muy sensual, silenciosa como una cuerda tensa preparada para sonar.
No parece una mujer muy vivida, sino con muchas ganas crudas de vivir y de numerarse los tamaños
para arrancar en corto y, si es necesario, desabrocharse los candados: ya sabe dónde se encienden
las moscas y dónde se apagan los moscardones.
Pero todavía hay que convencerla, hay que ganársela despacio, porque aún nos tiene entre el cero
y el cero, como si fuéramos los hombres huecos o como si estuviéramos acompañando a la rosa que
se muere.
Se oyen pasar, muy lejanos, los aviones del paraíso, y el viento que no sopla. Se oyen los pasos del día
que pasa, individualmente, arrastrando la luz por el suelo, empujando los montes, abriéndose la camisa
blanca.
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