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Al parecer, Lakshmi está cómoda entre las grietas y los desconchados, con todos los colores
sin nombre que tiene la suciedad sobre la suciedad, en habitaciones vacías y tan viejas que hasta
la porquería está rota, resquebrajada, despintada.
Ahí está ella, como una absurda colegiala, como si el mundo y la vida fueran siempre una gran escuela
y ella fuera capaz de mirar siempre a través de las apariencias, sin perder la compostura ni dejarse
despistar: ve que los seres están ahí, enteros detrás de la vejez, nuevos debajo de las grietas, vivos
dentro de la oscuridad.
Para Lakshmi son cosas evidentes, y uno -con cierta inquietud- se pregunta cuántas apariencias
atravesará cuando nos mira; cuántos años de tiempo aparente; cuántas cáscaras de irrealidad tendrá
que romper para vernos.
Y claro, uno también se pregunta qué tipo, qué clase, qué especie de ser -o de no ser- verá en nosotros,
dentro, debajo, detrás de lo que creemos ver al mirarnos en los demás o en el espejo.
Lakshmi está ambigua, extrañamente hermosa: como la hora azul del amanecer y del anochecer:
como una luz que es mitad penumbra y que nunca se apaga pero nunca se enciende: ilumina
oscuramente, oscurece alumbrando, hermosísima.
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