Study for a Running Dog, c.1954, Oil on canvas
Entonces, cuando entonces, empecé a mirar y a ver la pintura de Francis Bacon,
pero tenía miedo de esos cuadros, el mismo miedo que siempre he tenido de la vida,
y por eso me quedé cierto tiempo, algún tiempo con el perro —o con los perros—,
que para mí era sólo uno, el mismo: escurridizo, agachado, que pasaba deprisa y azul
bajo la lluvia o se paraba terco en el borde de la acera como si quisiera meterse por
la reja de la alcantarilla.
Y es que amaba a ese perro borroso que se escondía de todo, que solo sabía escapar:
ese perro apaleado que se iba haciendo transparente, que se disolvía a ratos, al que
durante mucho tiempo seguí viendo, ya fuera de los cuadros de Bacon: cruzaba, de
pronto, por cualquier esquina de mi campo visual, visto y no visto, deprisa, escapando,
siempre bajo la lluvia y buscando las alcantarillas para meterse y acabar de una vez.
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