y 4ª parte

 

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4quartets

 

cuatro cuartetos

 

t. s. eliot

 

 

edición y traducción de andreu jaume

penguin random house

grupo editorial españa

 

 

Οτα νυν ιδων παντα εωρακεν, οσα τε εξ

αιδιου εγενετο και οσα εις το

απειρονεσται: παντα γαρ ομογενῆ και

ομοειδῆ.

 

‘Quien ha visto el presente, todo lo ha visto,

aquello que nace de lo eterno y lo que va hacia

lo infinito: todas las cosas tienen la misma forma y

origen’

Marco Aurelio, Meditaciones, libro VI, 37.

 

 

 

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En estos versos el lector no cristiano puede instalarse con sus propias creencias o incluso con su escepticismo y restaurar su propia experiencia, aprendiendo a mirar hacia el terror primigenio.

Eliot se distancia así otra vez de los románticos y hace posible la separación entre la vivencia del poema y la reflexión derivada de ella, dejando aire para que el lector pueda elaborar la suya propia.

En el tercer movimiento se hace explícita la referencia al Bhagavad Gita, el libro VI del Mahabharata que Eliot había leído en sánscrito en su juventud y que cuenta el diálogo entre Arjuna y Krishna en el campo de batalla acerca de la naturaleza de la acción. 

 

La mención enriquece y complementa la experiencia intelectual y espiritual acumulada a lo largo del camino, integrándose en el magma de todas las voces que ha ido llamando, desde Heráclito hasta la Biblia o san Juan de la Cruz:

 

 

 

A veces me pregunto si es eso lo que Krishna quiso decir

—entre otras cosas— o una manera de decir lo mismo:

que el futuro es una canción pasada, una Rosa Real o una

lavanda

de nostálgico pesar para aquellos que aún no están aquí para

lamentarse de nada,

prensadas entre las hojas amarillas de un libro intacto.

Y el camino que sube es el camino que baja, ir adelante lo

mismo que atrás.

No se puede asumir siempre, pero no hay duda

de que el tiempo no cura nada: el paciente ya no está.

Cuando el tren arranca y los pasajeros se concentran

en su fruta, en sus periódicos y en sus cartas comerciales

(y aquellos que les han visto partir han dejado el andén),

su expresión pasa de la angustia a la calma,

al ritmo soñoliento de tantas horas.

Seguid adelante, viajeros, pero sin huir del pasado

a una vida distinta o a un futuro cualquiera;

no sois las mismas personas que dejaron la estación

o que llegarán a una parada

mientras los raíles en fuga fluyen a vuestra espalda;

y con el traqueteo del buque en cubierta,

mientras contempláis la estela abriéndose a vuestra espalda,

no pensaréis que «el pasado ha terminado»

o que «el futuro nos aguarda»

 

 

No solo en este poema sino en toda la secuencia, Eliot busca encontrar —ver y oír— el punto muerto del tiempo, un presente absoluto que esté liberado tanto de la tiranía del pasado como de la del futuro.

Hay en estos versos —en su significado como en sus encabalgamientos y en su música— una reproducción del movimiento del tiempo que sería imposible en prosa.

La definición sobre la aparente cura del dolor no puede ser más exacta cuando dice que «el paciente ya no está», pues el que sufrió ya no es el mismo que sufría y el dolor no ha desaparecido sino que se ha transformado.

Y enseguida, sin dar tiempo casi a asimilar esa idea, Eliot introduce la imagen de un tren que arranca con los pasajeros absortos en sus cosas mientras sus caras pasan de la angustia a la calma o la de unos viajeros a bordo de un barco contemplando la estela en el mar, en un intervalo entre dos puntos en el que se concentra todo el tiempo.

Y en la siguiente tirada intercala una de las reflexiones más complejas y útiles de todo el poema, cuando conmina a los viajeros a escuchar:

 

 

Cuando anochezca, en las jarcias o en la antena,

se oirá una voz disertando (aunque no al oído,

en la reverberante concha del tiempo, sin lenguaje alguno);

«Adelante, si creéis que estáis viajando,

no sois los que visteis el puerto

perdiéndose o los que vais a desembarcar.

Aquí, entre la cercana y la lejana costa,

mientras el tiempo se retira, considerad el futuro

y el pasado con la misma mentalidad.

En el momento que no es acción ni tampoco inacción

podréis acoger esto: “en cualquier esfera del ser

en que la mente de un hombre esté absorta

a la hora de la muerte” —esa es la única acción

(y la hora de la muerte es a cada momento)

que dará fruto en la vida de los demás.

Y no penséis en el fruto de los actos.

Seguid adelante.

 

 

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Adaptando a su conveniencia un pensamiento del Bhagavad Gita según el cual si el hombre se acuerda en su último momento del espíritu supremo a él volverá para renacer, Eliot dice que el hecho de actuar en cada momento sin pensar en el futuro ni en la recompensa del acto es lo que de verdad fructifica en la vida de los demás, porque es lo que constituye la obra en sí misma, lo único que puede recogerse.

Decir que «la hora de la muerte es a cada momento» supone por otro lado una afirmación absoluta de vida, de una vida que no se subyuga a la promesa de la muerte, con lo que Eliot parece apartarse de la doctrina cristiana que cifra toda felicidad en el reino de los cielos.

Es una idea que quizá sea hoy en día más resistente que nunca, cuando el futuro se ha convertido en el gran anuncio de la tienda de la humanidad.

 

El cuarto movimiento es propiamente una oración dirigida a la diosa madre que ha engendrado al dios encarnado y donde se empiezan a oír ya ecos del Paraíso de Dante:

 

 

Señora, cuyo altar se alza en la atalaya,

ruega por todos los que van en barcos, ruega

por aquellos que viven de la pesca, y por aquellos

implicados en las legales rutas de comercio,

y por aquellos que les amparan.

 

Ruega también en nombre

de aquellas mujeres que vieron a sus hijos y hombres

zarpando sin regreso:

Figlia del tuo figlio,

Reina de los cielos.

 

Y ruega por aquellos que iban en barcos

y acabaron su viaje en la arena, o en los labios del océano,

o en la boca oscura que los guarda dentro

o allí donde no les alcanza la nota de la campana

 

del ángelus eterno.

 

 

La persecución de ese punto muerto del tiempo, de un presente absoluto, lleva a Eliot a considerar, en el último movimiento de su poema sobre el agua, la visión de lo que está fuera del tiempo, de una eternidad intuida en momentos de desapego y que abre la percepción a un orden que nos supera y a la vez nos contiene.

 

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Primero se ríe de las supersticiones propias de épocas convulsas:

 

 

Comunicarse con Marte, conversar con espíritus,

dar parte de lo que hace el monstruo marino,

leer el horóscopo, aruspiciar o adivinar,

detectar tumores en las firmas, deducir

una biografía en las líneas de la palma

o una tragedia en los dedos; obtener presagios

por sortilegio, o con hojas de té, sondear lo inevitable

con la baraja, jugar con pentagramas

o barbitúricos, diseccionar

una imagen recurrente según terrores inconscientes

—explorar el útero, la tumba o los sueños, todos son habituales

pasatiempos y narcóticos, asuntos propios de la prensa.

Y siempre los habrá, sobre todo

cuando haya confusión y discordia entre naciones,

ya sea en las costas de Asia o en Edgware Road.

 

 

Y luego define con contundencia la ambición de Cuatro cuartetos:

 

 

El hombre curioso investiga el pasado y el futuro

y se aferra a esa dimensión, pero la captura

del punto de intersección entre el tiempo

y lo intemporal es una tarea para el santo

—y no es exactamente una tarea, sino algo dado

y tomado a lo largo de una muerte en vida

llena de amor, fervor, generosidad y entrega.

 

 

Captar el punto en el que se cruzan el tiempo y lo intemporal —una extrema conciencia del presente desnudo— es un logro propio de los santos, de los que inmediatamente se distancia para volver a ras de tierra y describir los vislumbres que de ese orden —sea de la naturaleza que sea— podemos tener los mortales:

 

 

Para la mayoría de nosotros, existe solo el momento

desatendido, el momento dentro y fuera del tiempo,

distraídos, absortos en un rayo de sol,

en el oculto tomillo silvestre o en los relámpagos de invierno,

en el salto de agua o en la música tan profundamente escuchada

que no se oye en absoluto, pues uno es la música

mientras la música dura. Hay solo vislumbres y figuraciones,

vislumbres seguidos de figuraciones; el resto

es plegaria, obediencia, disciplina, pensamiento y acto.

 

 

En el pasaje final, Eliot vuelve a su fe para explicarse a sí mismo su solución cristiana:

 

 

El vislumbre medio figurado, el don casi entendido, es la

Encarnación.

Ahí es real la unión imposible

de las esferas de la existencia,

ahí el pasado y el futuro

se conquistan y se reconcilian

donde la acción sería de lo contrario un movimiento

como aquellos que solo se mueven

y no tienen en sí fuente de movimiento

—movidos por poderes ctónicos y demoníacos.

 

 

Hay que entender que la Encarnación derivada de la Anunciación supone para los cristianos el momento en que la divinidad —lo eterno— cae en el tiempo para salir de nuevo de él y luego, mediante el martirio, la resurrección y el ascenso, dotar de sentido a la vida y resolver el problema de la muerte, reconciliando el pasado con el futuro.

Esa es la «unión imposible de las esferas de la existencia».

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Pero en un movimiento muy propio de estos poemas, en los últimos versos Eliot vuelve la mirada del cielo a la tierra, del mar de Nueva Inglaterra al humus de East Coker donde acabaría siendo enterrado, dejando abierta la posibilidad de que la solución cristiana sea una ilusión:

 

 

Y la buena acción supone librarse

del pasado y también del futuro.

Para la mayoría de nosotros, ese es el cometido

que nunca podremos cumplir aquí.

Si no hemos sido derrotados

es solo porque lo seguimos intentando,

satisfechos al menos

si nuestra reversión temporal alimenta

(muy cerca ya del tejo en el cementerio)

la vida de la tierra primordial.

 

 

De los cuatro cuartetos, Little Gidding es el más complejo formal y conceptualmente el que resume y sublima los motivos desplegados en los precedentes.

Es el poema acerca del fin de un mundo, en cuyos versos se nota el acorralamiento, la necesidad de salvar algo después de haberlo dado todo por perdido demasiadas veces.

Eliot fue el único poeta capaz de hacerse cargo de la doble destrucción continua del siglo XX, primero en La tierra baldía —mostrando las ruinas de una civilización y sin dar esperanzas en ningún orden— y luego en Little Gidding, donde el fuego que destruye Londres durante los bombardeos nazis sufre un tránsito del purgatorio a un estadio final de beatitud, gracias a la integración de su genealogía poética, el árbol de influencias que con tanta arrogancia había ido dibujando en su obra crítica.

 

 

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Little Gidding es el poema sobre el elemento de Heráclito, para quien el fuego es el origen y final de todo, la prueba del constante fluir del cosmos y la fuente de los restantes elementos, de los que se nutre y a los que destruye.

Y es también el poema en el que más evidente se hace la influencia de Dante, de un modo además natural y sin las estridencias de Miércoles de ceniza o incluso de La tierra baldía, una asimilación que seguramente se debe a la incorporación de las restantes tradiciones que siempre había tenido en cuenta.

 

Por una parte, Little Gidding recrea la atmósfera espiritual del siglo XVII, el siglo al que siempre regresó Eliot, donde se produjo aquella «disociación de la sensibilidad» fundamental en su discurso, la época en la que vivieron John Donne, Richard Crashaw, George Herbert o Andrew Marvell, los poetas metafísicos cuya dicción y plenitud intelectual y religiosa siempre quiso recuperar y que vivieron la última batalla que se libró en Inglaterra entre la monarquía divinizada y el Parlamento democrático —entre Carlos I y Cromwell—, un escenario que en la mentalidad ortodoxa de Eliot funcionaba como primer ensayo de lo que entonces estaba ocurriendo en Europa, donde el avance de Hitler suponía la desaparición de principios últimos, el resultado de la pérdida del temor a Dios.

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Para darle mayor profundidad a esas alusiones, incluyó citas de la mística cristiana inglesa del siglo XIV, de la anacoreta Juliana de Norwich, autora de Revelaciones del amor divino y del anónimo La nube de la ignorancia.

Con todo esto consiguió que la influencia de Dante quedara arropada en su lengua y se fundiera en su obra como un elemento vernáculo, alcanzando la unidad entre filosofía, religión y poesía que venía soñando desde hacía muchos años, como respuesta a lo que consideraba el individualismo provinciano del romanticismo.

En 1925, en una carta a Herbert Read, ya había esbozado el programa de lo que conseguiría en Little Gidding:

 

 

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Estoy seguro de una cosa, sin embargo, y es que tomando las cosas «como son»,

los siglos XII y XIII ofrecen la mejor —y quizá la única— disciplina que uno puede

imponerse en estos momentos. Si solo sirviera como estimulante analógico para

la mente y la imaginación ya sería suficiente. Y si podemos añadirla, en nuestra

educación, a nuestro conocimiento de Grecia, entonces nos ofrecerá un segundo

punto de orientación, un modelo de perfección con que dirigir y ensanchar, sin

perjuicio, nuestros propósitos. Es de hecho el asunto de mis conferencias sobre

Donne y compañía que quisiera enseñarte a mi regreso. En síntesis, la idea es esta:

tomar el siglo XIII —en su forma literaria, Dante— como mi point de repère

 

para tratar luego la historia de la desintegración de esa unidad, desintegración

inevitable debido al incremento de conocimiento y la consiguiente dispersión de

atención que a su vez trajo consigo muchos inconvenientes. Desintegración que,

cuando el mundo ha cristalizado en otro momento y en otro orden, puede ser visto

como una forma de gestación, pero que ahora el historiador, que no profetiza, debe

considerar parte de la historia de la corrupción. O lo que es lo mismo, considerar y

analizar la poesía del siglo XVII desde el punto de vista de la del XIII.

 

 

Hay que tener en cuenta que la mística española que asoma en Cuatro cuartetos —san Juan pero también fray Luis de Granadaejerció una influencia muy determinante en los metafísicos, en John Donne como en Richard Crashaw, que moldeó su obra a la luz de santa Teresa, de modo que la incardinación de Eliot en esa corriente va mucho más allá del revival estetizante propio de su generación —pensemos en Ezra Pound— y trata de recuperar una forma de poesía meditativa preocupada por cuestiones ontológicas y liberada de las constricciones meramente biográficas.

 

Little Gidding le costó mucho más trabajo que los demás, en parte por los retos técnicos que se impuso y también porque era muy consciente de que si fracasaba en el último cuarteto toda la serie se vendría abajo.

La correspondencia con John Hayward durante la composición es particularmente intensa y a ratos desesperada.

Eliot escribía además con problemas de salud y en medio de una urgencia ciudadana, sirviendo como vigilante nocturno de incendios desde los tejados de Kensington y de la oficina de Faber en Russell Square, de cuya experiencia sacó muchas de las imágenes urbanas del poema.

La primera estrofa del primer movimiento describe el paisaje de Little Gidding, el diminuto pueblo donde en el siglo XVII Nicholas Ferrar, albacea del poeta George Herbert, había fundado una comunidad cristiana seglar en la que se había refugiado Carlos I —el «rey vencido» en el poema— tras su derrota durante la guerra civil:

 

 

Su estación ideal es la primavera en pleno invierno,

sempiterna pero anegada a la hora del crepúsculo,

suspendida en el tiempo, entre el polo y el trópico,

cuando es corto el día pero muy luminoso; hay escarcha y fuego

y el sol leve enciende el hielo en acequias y estanques,

con un frío sin viento que es el alma del calor,

reflejado en el agua espejeante,

un resplandor que ciega a primera hora de la tarde.

Y un fulgor más intenso que el de las llamas o las brasas

sacude el espíritu en letargo: no es viento sino fuego de

Pentecostés

en la época oscura del año. Entre el deshielo y la helada

tiembla la savia del alma. No hay olor a tierra

ni hay olor a vida. Estamos en primavera

pero en la hora equivocada. Ahora los setos

están un tiempo blancos con la fugaz floración

de la nevada, una flor más repentina

que la del verano, sin capullo ni fruto.

Sin proyecto de alumbramiento.

¿Dónde está el verano, el impensable verano cero? 

 

 

Todavía no ha irrumpido la historia. Hay solo una ilusión de primavera en pleno invierno, un espejismo que se ha ido repitiendo a lo largo de los poemas, desde la visita al jardín de rosas a finales de verano o principios de otoño en Burnt Norton o en el pasaje lírico del segundo movimiento en East Coker.

Se siente una estación que no existe, en la época del hielo y la muerte, suspendida en el tiempo, entre el polo y el trópico, entre el frío y el calor.

La nieve recuerda a las flores blancas del espino, en mayo.

Se menciona el fuego de Pentecostés, alusión al mito constituyente de la Iglesia cristiana, cuando el Espíritu Santo se posó en forma de lenguas de fuego sobre las cabezas de los apóstoles y les hizo hablar en una lengua común, el lógos xynós de Heráclito, transformado o robado.

Sigue la búsqueda de la unidad, del punto de intersección entre lo temporal y lo intemporal, entre el eje vertical y horizontal, entre lo que podría haber sido y lo que ha sido.

La flor imaginada y espectral de la nieve no tiene capullo ni fruto, no tiene «proyecto de alumbramiento». En «New Hampshire», Eliot ya había hablado de

 

«voces de niños en el huerto

entre el tiempo de la flor y el tiempo del fruto»

 

el instante en vilo o el punto muerto de la vuelta del mundo, algo que está muy cerca del momento dentro y fuera del tiempo.

 

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Y en ese mismo poema había sentenciado: «veinte años y acaba la primavera», los veinte años que habían transcurrido desde su enamoramiento de Emíly Hale, los años perdidos de l’entre deux guerres, el final de cualquier posibilidad de germinación.

 

Ahora esa frustración adquiere una nueva forma, lejos de sí mismo:

 

«¿Dónde está el verano, el impensable

verano cero?».

 

La visión de una primavera ilusoria permite imaginar un verano fuera de los números, más allá del tiempo y libre del devenir, el verano de la fructificación vacía y perfecta, sin movimiento ni deseo.

Después de ese vislumbre de eternidad en un paisaje deshabitado, en la segunda estrofa aparece enseguida el paso del tiempo, incluso desde un punto de vista prosódico, con la repetición de un mismo miembro de frase, para dar la sensación de premiosidad y transcurso:

 

Si vinieras por esta senda,

siguiendo el recorrido que seguramente tomarías

desde el lugar desde el que seguramente vendrías,

si vinieras por esta senda en la época del espino, verías los setos

blancos de nuevo, en mayo, con su exuberante dulzura.

Y lo mismo ocurriría al final del viaje,

si vinieras de noche como un rey vencido,

si vinieras de día sin saber a qué viniste,

ocurriría lo mismo cuando salieras del camino abrupto

y doblaras la pocilga hasta la severa fachada

y las lápidas. Y aquello por lo que creíste venir

sería tan solo una concha, una cáscara de sentido

desde la que nacería el cometido cuando se cumpliera,

si así fuese. O bien no tendrías ningún cometido

o el cometido estaría más allá de lo que imaginabas

y se modificaría en el destino. Hay otros espacios

que son también el fin del mundo, algunos en las fauces del mar

o sobre un lago umbrío, en un desierto o en una ciudad

—pero este es el más cercano en tiempo y espacio,

en Inglaterra y ya.

 

 

Eliot consigue hacernos revivir el curso del tiempo en nuestros propios pasos, llevándonos por el camino del rey derrotado hasta un límite que es el fin de un mundo en el que coinciden la guerra civil inglesa y la Segunda Guerra Mundial, como exilios espirituales en los que se puso a prueba la condición humana.

No está comparando un momento con otro, sino viendo el presente en toda su amplitud y profundidad.

En la siguiente estrofa, se va a despojar lentamente de las circunstancias y del ruido para tratar de acceder a algo más grande que el ser humano y poder ver los tiempos:

 

 

Si vinieras por esta senda,

siguiendo cualquier recorrido, partiendo de cualquier sitio,

en cualquier estación o época,

ocurriría siempre lo mismo: tendrías que despojarte

de la noción y el sentido. No has venido para verificar nada

ni para instruirte, satisfacer curiosidades

o entregar partes. Has venido para postrarte

donde la plegaria es válida. Y es más la plegaria

que un orden de palabras, la ocupación consciente

de la mente orante o el sonido de la voz que reza.

Y los muertos, estando vivos, no tenían habla para decirte

lo que ahora, una vez muertos, te cuentan: los muertos

se comunican con lenguas de fuego, más allá del lenguaje de los

vivos.

La intersección, aquí, del momento intemporal

es Inglaterra y ningún lugar. Siempre y jamás.

 

 

Little Gidding es el poema del encuentro con la historia, pero con una historia que se desencuaderna de los anales y deja de tener relato, una liberación que solo puede tener lugar en el presente, en este caso el Londres incendiado del Blitz.

 

En el segundo movimiento aparece el detalle crudo de esa vivencia, tanto en el introito lírico que certifica la muerte de los cuatro elementos y que describe la ruina de una ciudad envuelta en humo, llamas y ceniza, como en la segunda parte, el poema más laborioso que Eliot escribió y para el que se propuso adaptar la terzo rima dantesca, tratando de reproducir en su lengua la austeridad, la precisión y la música que había admirado desde su juventud, cuando memorizaba largas tiradas en italiano, aun sin entenderlo del todo.

El reto no fue solo métrico sino también compositivo, ya que es el único poema narrativo que escribió.

 

Su talento solía inclinarse por la estrofa que da vueltas sobre imágenes y conceptos y donde el relato queda siempre sumergido.

Aquí adaptó un episodio del Infierno en el que Dante se encuentra con su maestro Brunetto Latini, uno de los reconocimientos más emocionantes de la Divina comedia, en el que se expresa inmejorablemente la gratitud del discípulo con el verso:

 

«ad ora ad ora

m’insegnavate come l’uom s’etterna»

(‘hora tras hora

me enseñabais cómo el hombre se hace eterno’).

 

 

Eliot traslada la escena al Londres de los bombardeos, en las horas previas al amanecer, cuando empieza a disolverse la oscuridad pero aún no ha salido el sol, un tránsito que es en realidad la dramatización de ese punto muerto entre tiempos que aparece en todo el poema —recordemos la bajada al metro de Londres en Bumt Norton, los viejos explorando la oscuridad en East Coker o las mujeres insomnes esperando a los pescadores en The Dry Salvages— a la vez que la representación sinestésica de un purgatorio.

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Tras describir la ciudad desolada por el ataque de los bombarderos alemanes que regresan a casa, aparece el maestro muerto:

 

En las horas inciertas de la madrugada

estando cerca el fin de la noche infinita

en el final constante de lo inacabable,

ya la paloma oscura con su lengua trémula

se perdía en el horizonte de regreso

y sonaban las hojas muertas a hojalata

sobre el asfalto donde todo era silencio,

entre tres barrios llenos de humareda,

vi a uno caminando, deprisa y ufano,

como si el viento del alba urbana

me lo acercara como hojas metálicas.

Y al fijarme en el rostro cabizbajo

que fruncía la frente como quien desafía

a un extraño en la sombra amaneciente,

di con el gesto de un maestro muerto,

cercano, olvidado y medio recordado,

a la vez uno y tantos; en su aspecto cocido

los ojos de un espectro familiar y compuesto,

a un tiempo íntimo y desconocido.

Asumí pues un doble papel y grité

y escuché otra voz gritando: «¿Cómo, tú aquí?».

Aunque no era así. Yo era el mismo,

conociéndome y siendo a la vez otro

—y él un rostro aún formándose; aunque las palabras

bastaron para el encuentro que suscitaron.

 

 

Eliot no quería que se identificara a nadie en concreto con este personaje, aunque él mismo admitió que lo construyó con varios modelos, entre ellos W. B. Yeats, cuya voz poética es reconocible más adelante.

 

Yeats había muerto hacía poco, en enero de 1939, en el sur de Francia, y su relación con Eliot siempre había sido tirante.

Pero más que una reconciliación anecdótica, aquí Eliot consigue describir el proceso de transmisión del arte y el conocimiento como una metamorfosis en que el maestro y el discípulo se alteran mutuamente hasta sufrir un extrañamiento que no remite hasta después de la muerte:

 

Sometidos entonces al viento común,

demasiado extrañados para no entendernos,

en esa intersección del tiempo incardinados,

viéndonos en ningún lugar, sin después ni antes,

seguimos por la acera en ronda muerta.

Y dije: «Este asombro está lleno de calma,

pero la calma es ya motivo de asombro.

Habla, quizá no entienda o no recuerde» 

 

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Empieza luego el monólogo en el que el maestro expone su legado moral, la futilidad de las vanidades propias de los escritores y la expiación inevitable de todos los errores cometidos a lo largo de una vida.

Se oye a menudo el tono del Yeats último, cuando la rabia por envejecer y el descubrimiento de un erotismo tardío dieron a su poesía una lucidez, una aspereza y una concreción que antes no habían tenido:

 

 

Y él: «No estoy dispuesto a ensayar

la teoría y las ideas mías que olvidaste.

Tuvieron su razón de ser: dejémoslo estar.

También las tuyas, ruega para que te perdonen

como te ruego yo que perdones lo malo

y lo bueno. El fruto de la estación muerta

se ha comido y la bestia saciada tira el cubo.

Las palabras de otros años son del pasado

y las del año próximo otra voz aguardan.

Pero, igual que no hay escollo en el pasaje

para el espíritu intranquilo y peregrino

entre dos mundos que ya se parecen mucho,

así digo palabras que nunca creí decir,

en calles donde nunca pensé volver,

cuando dejé mi cuerpo en costas muy lejanas.

Ya que nos concernía el habla y por el habla

purificamos el dialecto de la tribu

y nuestra mente vio atrás y hacia delante,

deja que muestre los dones de la edad

y una corona otorgue al tesón de tu vida.

Primero, el frío roce del sentido agónico

sin encanto, que ya nada promete

salvo la agria insipidez de la fruta umbría

mientras alma y cuerpo se caen a pedazos.

Segundo, la consciente impotencia de la furia

contra la humana locura, y la herida

de la risa en lo que ya no divierte.

Por último, el desgarro de volver a encarnar

todo lo que has sido y hecho; la vergüenza

de las razones al fin expuestas, y la conciencia

de los errores y el mal causado a los demás

que juzgaste una vez trabajos de virtud.

Duele el aplauso de los tontos y el honor mancha.

De falta en falta el espíritu exasperado

avanza, o bien se restaura con el fuego purgante

donde uno debe moverse despacio, como quien danza».

 

 

 

En esta imagen del fuego purgante donde uno debe moverse como quien baila se funden, por una parte, el recuerdo de otro episodio memorable de la Comedia, esta vez del Purgatorio, cuando Dante se encuentra con Arnaut Daniel«Il miglior fabbro del parlar materno»— y, tras escuchar sus maravillosas palabras en provenzal«ara vos prec, per aquella valor / que vos condus al som de l’escalina, / sovenha vos a temps de ma dolor»—, dice que el trovador volvió al fuego que refina, que purga;

y por otro, los versos finales de «Among School Children», uno de los mejores poemas tardíos de Yeats, en el que el poeta, ya viejo, visita un colegio y las caras virginales de las estudiantes le recuerdan a un amor de juventud para acabar volviendo la vista a la ventana donde ve un árbol y preguntarse:

 

«Oh castaño, florido árbol bien arraigado,

¿tú qué eres?, ¿las hojas, el tronco o las flores?

Oh cuerpo al son mecido, oh encendida mirada,

¿podemos discernir el baile de quien baila?»

 

Es una pregunta que coincide con la búsqueda del punto muerto de la danza del tiempo en Cuatro cuartetos, el único lugar de reconciliación entre los dos poetas, más allá de sí mismos.

 

En los versos finales, Eliot convoca también la escena inicial de Hamlet, la primera vez que aparece el espectro del rey difunto —también en el tránsito de una madrugada: «con el canto del gallo se ha esfumado»—, con lo que parece extender su abrazo todavía más atrás, hasta llegar a Shakespeare, con cuya influencia había mantenido siempre una relación problemática.

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Y quién sabe si se trata también, en el fondo, de una reconciliación con el padre:

 

 

Despuntaba ya el día. En la calle deshecha

me dejó, muy vaga su despedida,

y al son del cuerno se esfumó.

 

 

Tras ese encuentro liberador con el maestro muerto, el poema avanza, en el tercer movimiento, hacia un desprendimiento cada vez más radical, como si la voz que habla tratara de liberarse del ego y de la historia, los dos anclajes en el tiempo que opacan la trascendencia:

 

 

Para eso sirve la memoria:

no tanto para liberarse del amor como para ampliar

el amor más allá del deseo y librarse con ello

del futuro como del pasado. Así, el amor a un país

empieza como apego a nuestro propio campo de acción

y termina por hallar esa labor de escasa importancia

pero que nunca es indiferente. La historia puede ser

servidumbre,

la historia puede ser libertad. Mirad cómo se desvanecen

las caras y los lugares con el ego que los amó como pudo

y cómo se renuevan y en otro orden se transforman. 

 

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La memoria, más allá de uno mismo y de la historia del propio país o de la propia civilización, de verdad extendida hacia el terror primitivo, puede servir como liberación mediante la conciencia de todo lo que alienta a nuestra espalda, en cada nacimiento y en cada muerte, en cada gesto.

Por eso la historia puede ser servidumbre o puede ser libertad, dependiendo de cómo y para qué pensemos.

Aquí Eliot vuelve a dejarnos un espacio en el que no median la fe ni la salvación de un determinado credo y en el que por tanto puede transitar la conciencia de cualquiera, incluso la de quienes se atreven a creer en una trascendencia efímera que se cifra en el presente como caja de resonancia del pasado y que no promete nada.

El siguiente pasaje es el de la liberación y la reconciliación de la historia:

 

 

Es Inevitable el pecado, mas

todo irá bien y

de todas maneras todo irá bien.

Si pienso otra vez en este lugar

y en gente no del todo loable,

sin inmediatos vínculos naturales

aunque algunos con un genio especial,

tocados todos por un genio común,

unidos por la discordia que les separa;

si pienso en un rey cuando oscurece,

en tres hombres, y algunos más, en la horca

y en unos pocos que murieron olvidados

en otros lugares, aquí y afuera,

y en uno que murió tranquilo y ciego,

¿por qué deberíamos honrar

a estos muertos más que a los que están muriendo?

 

 

Los primeros versos son una cita literal de la anacoreta y visionaria del siglo xiv Juliana de Norwich en sus Revelaciones del amor divino, un recuento de sus experiencias místicas que destaca por una teología positiva, muy diferenciada, transida de luz y de alegría, maternal en un sentido amplio.

En un momento, Juliana dice sorprenderse incluso al descubrir que la visión de Cristo crucificado es un mensaje para los vivos y que debe proporcionar alegría, como metáfora de superación del dolor.

Luego Eliot hace alusión a algunos de los protagonistas de la guerra civil inglesa, aunque sin nombrarlos —Carlos I, algunos de sus políticos y obispos, también condenados a muerte y John Milton, que murió ciego— para referirse enseguida a los que en esos momentos estaban muriendo en la Segunda Guerra Mundial, todos, en el fondo, muertos anónimos.

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Cualquier ilusión mitómana o veleidad reaccionaria —y Eliot tuvo muchas a lo largo de su vida— queda impugnada de golpe por la constatación de una derrota común, en cualquier conflicto y en cualquier época:

 

 

No es para lanzar campanas al pasado

ni es tampoco un ensalmo

para invocar el espectro de una Rosa.

No podemos revivir viejas facciones

no podemos restablecer viejas políticas

o marchar detrás de un tambor antiguo.

Estos hombres y aquellos que se opusieron a ellos

y aquellos a quienes ellos se enfrentaron

aceptan la constitución del silencio

y se reúnen juntos en un partido único.

No importa lo que heredemos de los afortunados,

de los derrotados hemos tomado

lo que tenían que dejarnos —un símbolo,

un símbolo en la muerte perfeccionado.

Y todo irá bien y

de todas maneras todo irá bien

purificando el motivo

en el cimiento de nuestra plegaria. 

 

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A lo largo de los Cuartetos, Eliot ha ido acercándose y distanciándose de la lírica más hermética, de raíz simbolista, como se veía en el segundo movimiento de East Coker, como si mantuviera una relación incómoda con esa forma de hacer y de decir, pero sin abandonarla del todo, experimentando con sus posibilidades, exponiéndose a sus trampas.

 

El cuarto movimiento de Little Gidding es en este sentido el poema más perfecto que escribió en ese estilo.

Pero también aquí se nota el beneficio de la depuración que ha atravesado a lo largo de los Cuartetos.

El equilibrio entre simbología y prosodia es irreprochable.

No hay nada que sobre y la intensidad del conjunto logra que las imágenes sean autónomas, más acá de cualquier exégesis:

 

Desciende la paloma y el aire traspasa

con llamas de un terror incandescente

convertido en las lenguas que proclaman

del error y el pecado el perdón para siempre.

Si no miseria, queda la esperanza

de poder elegir la pira o bien la pira

que del fuego por el fuego redima.

¿Quién concibió pues el tormento? El Amor.

El amor es el Nombre más siniestro

escondido en las manos que bordaron

la insoportable camisa de fuego

que las fuerzas humanas no quitaron.

Tan solo suspiramos, tan solo vivimos

por fuego y por el fuego consumidos. 

 

 

 

Aparece al principio el fuego pentecostal que ya había salido en el primer movimiento, como trasunto de un amor espiritual que enseguida se entrelaza con las llamas del amor carnal, representado por la alusión implícita al mito de la muerte de Heracles, a quien su esposa, en un rapto de celos, le bordó una túnica con la sangre envenenada del centauro Neso, creyendo que era un filtro amoroso que le devolvería el favor de su marido.

Al sentir el insoportable abrasamiento en la piel, Heracles mandó encender una pira y se arrojó a ella, muriendo envuelto en llamas.

La doble naturaleza del fuego, que consume y destruye, queda fijada para siempre con una música indeleble.

 

Eliot consigue al final recoger todas las vetas de su poema y subsumirlas con transparente sencillez en el quinto y último movimiento.

La restauración de la sensibilidad que buscaba era indisociable de una restauración prosódica —lo acústico es el ámbito de lo sagrado— en la que también la poesía pudiera encontrar su orden

armónico, coherente con la paz interior:

 

 

Llamamos comienzo a lo que muchas veces es el final

y crear un final supone crear un comienzo.

El final está donde uno empieza. Y cada frase

y cada oración que es correcta (donde cada palabra está en casa,

ocupando su lugar para apoyar a las demás,

la palabra que no es prudente ni ostentosa,

en comercio fluido entre lo viejo y lo nuevo,

la exactitud sin vulgaridad de la palabra común,

la distinción sin pedantería de la palabra precisa,

la danza perfecta del consorcio absoluto),

cada frase y cada oración es un final y un comienzo.

Cada poema un epitafio. 

 

 

Queda luego descrita con una claridad que no había conseguido hasta entonces la efusión del ser por encima de los vivientes:

 

 

Y cada acto

es un paso hacia el cadalso, hacia el fuego, boca de mar adentro

o hacia una lápida borrosa: y ahí es donde empezamos.

Morimos con los moribundos:

mirad cómo se alejan mientras nos vamos con ellos.

Nacemos con los muertos:

mirad cómo regresan mientras nos traen con ellos.

El momento de la rosa y el momento del tejo

duran lo mismo. 

 

 

 

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Burnt Norton había empezado con una meditación acerca del pasado y el futuro, con ecos del Eclesiastés y de san Agustín, que se cerraba diciendo que «si todo el tiempo es un eterno presente, todo el tiempo es irredimible», una especulación que encuentra aquí su prueba, cuando el símbolo de la rosa —la vida y la sensualidad— y el símbolo del tejo —la muerte, la tierra y el cielo— coinciden en el mismo punto temporal, el presente, donde también oímos todo el fragor del pasado:

 

 

Un pueblo sin historia

no queda redimido del tiempo, pues la historia es un orden

de momentos sin tiempo. Por ello, mientras la luz se atenúa

una tarde de invierno en una capilla remota

la historia es ahora en Inglaterra. 

 

 

Hay una pausa en la reflexión en la que se introduce la atención a Dios con una cita de Lo nube de la ignorancia, una obra mística del siglo XIV inglés:

 

Con la atracción de este Amor y la voz de esta Llamada.

 

En la última tirada todo cobra sentido, la existencia como la muerte, unidos el comienzo y el final en una sola esfera vista por el anciano explorador en trance de despedida:

 

 

Nunca dejaremos de explorar

y el final de las exploraciones

será llegar a donde comenzamos

para conocer por primera vez el lugar.

Por la puerta nunca vista y recordada,

cuando el último pedazo de tierra descubierto

sea aquel donde estuvo el comienzo;

en las fuentes del río más largo

la voz de la cascada oculta

y los niños en el manzano,

desconocidos por inesperados

aunque se oigan, lejanos, en una pausa

entre dos olas de mar. 

 

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Los niños que aparecían en Burnt Norton, aguantándose la risa nerviosos y siniestros, se oyen aquí por sorpresa, felices, precisamente porque ya no son esperados y se confunden con el recuerdo de la propia infancia, un alivio sincronizado con la pausa entre dos olas de mar, el punto muerto de la danza.

El apremio que se oía al final de Burnt Norton se repite acompañado de dos versos en los que Eliot resume todo su trayecto como crítico, como poeta y como hombre:

 

Vamos, aquí, ya, siempre

—un estado de pura sencillez

(para el que todo hay que darlo) 

 

Después de haber explorado todas las posibilidades de las palabras y haber sufrido considerables tormentos en cuanto hijo de vecino, encuentra al fin ese estado de pura sencillez para el que ha tenido que darlo todo y que Le prepara, en cuanto hijo de Dios, para una última visión:

 

 

y todo irá bien

y de todas maneras todo irá bien

cuando lenguas de llama se entrelacen

en coronado nudo de fuego y el fuego

y la rosa sean uno. 

 

Eliot intenta acercarse aquí a la alegría del lenguaje que siempre envidió en el Paraíso, trayendo el recuerdo del nudo con que Dante ve todo el universo entrelazado cuando se acerca a la divinidad, que acaba siendo —y eso es lo extraordinario— «un semplice lume», una simple luz.

 

En su caso, para describir la fusión con ese amor en el que el fuego y la rosa restauran la unidad perdida —y que corresponde también a la unión con Brahma de los Upanishads y a la unión con el Nirvana de Buda—, parece estar pensando en la metáfora de la unió mystica en que la mariposa nocturna se deja inflamar por la luz que la atrae y que hasta el último instante le es desconocida.

 

 

Cuatro cuartetos es una obra en muchos aspectos extemporánea, que no cumple con los requisitos comunes que solemos asociar a la literatura ni a la poesía moderna, sobre todo en el ámbito anglosajón.

La autosuficiencia estética que devuelve una imagen completa del lector identificado con la experiencia del texto es uno de los mecanismos derivados de cierto romanticismo que Eliot desactiva muy conscientemente.

 

La impersonalidad personal de estos poemas, en los que el detalle biográfico aparece fugazmente para hundirse de golpe en la corriente del lenguaje y el pensamiento, suele desconcertar o incomodar a quienes están acostumbrados a una literatura más desenfadada y confesional, bien localizada en la anécdota.

 

¿Qué puede ofrecernos entonces esta poesía quaint, estrafalaria, con vocación pedagógica e incluso doctrinal, este ejercicio espiritual en una era completamente secularizada?

 

Lo primero que habría que decir es que despierta el recuerdo de una facultad esencial de la condición humana como es la noción de lo sagrado, de algo que es más grande que nosotros y donde se abre el peligro, una distancia que, sin que tenga que ser necesariamente legislada por ninguna religión u opuesta a ningún sistema epistemológico, quizá convenga volver a tener en cuenta, en un tiempo además en que la ilusión de nuestro dominio es ya absoluta.

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Eliot cuenta su experiencia —que es la del hombre en busca de Dios— sabiendo que el mundo que le rodea ha derivado hacia otras formas de conocimiento y de vida y que su búsqueda ya no es común, como lo había sido.

 

Quizá por eso estos poemas puedan ser más impactantes para los lectores no creyentes o para los descreídos, sobre todo si no se dejan influir por prejuicios pueriles, pues ponen de manifiesto una relación con lo numinoso que es tan real y tan válida como cualquier otra de las experiencias que aceptamos sin siquiera pensarlas, por ejemplo la del enamoramiento, tal vez la única vivencia espiritual que nos queda.

Y la ambición por alcanzar y contemplar el presente, el límite previo y necesario a cualquier formulación de trascendencia, es algo que nos incumbe a todos, como ya observó Marco Aurelio en las palabras que sirven de epígrafe a estas páginas.

Por otra parte, Eliot habla como cristiano anglocatólico y, aunque estemos muy alejados de esa ortodoxia o directamente enfrentados a ella, su poema nos recuerda una mitología que durante mil años configuró la cultura occidental y bajo cuyo signo todavía se organizan muchos asuntos que nos conciernen, aunque no seamos conscientes de ello.

 

Para entender nuestro presente, no queda más remedio que tener en cuenta ese pasado en el que un día un dios se hizo hombre para que una diosa viera morir a su hijo e intentar con ello dar sentido al dolor y a la muerte.

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Hay en los Cuatro cuartetos, por último, una amplitud de pensamiento y canto que consigue soslayar el credo del que surge y cuyo aire puede compararse al que se respira en algunas de las obras de los mejores compositores del siglo xx, como Gyórgy Ligeti, Witold Lutos Jawski, Arvo Párt o Toshio Hosokawa, que trataron de saltarse el romanticismo para inspirarse en la polifonía renacentista o en Bach y donde se encuentran algunas de las exploraciones espirituales más radicales de nuestro tiempo.

De hecho, no es casual que la compositora rusa Sofiya Gubaidúlina se basara en los Cuatro cuartetos en su «Hommage á T. S. Eliot» (1987) para octeto y soprano, reconociendo en los poemas una familiar inmersión en un vacío que puede ser como agua.

 

 

Andreu Jaume

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

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