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Sólo una vez he sido verdaderamente amado. Simpatías, las he tenido

siempre, y de todos. Ni al más ocasional le ha sido fácil ser grosero, o ser brusco, o

hasta ser frío para conmigo. Algunas simpatías he tenido que, con mi ayuda, podría

—por lo menos una vez— haber convertido en amor o afecto. Nunca he tenido

paciencia o atención del espíritu para siquiera desear emplear ese esfuerzo.

Al principio de observar esto en mí, creí —tanto nos desconocemos— que

había en este caso de mi alma una razón de timidez. Pero después descubrí que no

la había; había un tedio de las emociones, diferente del tedio de la vida, una

impaciencia de unirme a cualquier sentimiento continuo, sobre todo cuando hubiese

que unirlo a un esfuerzo continuado.

¿Para qué?, pensaba en mí lo que no piensa.

Tengo la suficiente sutileza, el suficiente tacto psicológico para saber el «cómo»; el

«cómo del cómo» siempre se me ha escapado. Mi flaqueza de voluntad ha

comenzado siempre por ser una flaqueza del deseo de tener voluntad. Así me ha

sucedido con las emociones como me sucede con la inteligencia, y con la misma

voluntad, y con todo cuanto es vida.

Pero aquella vez en que una malicia de la oportunidad me hizo creer que

amaba, y comprobar de veras que era amado, me quedé, primero, aturdido y

confuso, como si me hubiera tocado un premio gordo en moneda inconvertible.

Me quedé, después porque nadie es humano sin serlo, ligeramente envanecido;

esta emoción, sin embargo, que parecería la más natural, pasó rápidamente.

Vino a continuación un sentimiento difícil de definir, pero en el que sobresalían

incómodamente las sensaciones de tedio, de humillación y de fatiga.

De tedio, como si el Destino me hubiese impuesto una tarea en trabajos

nocturnos desconocidos. De tedio, como si un nuevo deber —el de una horrorosa

reciprocidad— me fuese impuesto por la ironía de un privilegio, que yo me tendría

todavía que fastidiar agradeciéndoselo al Destino. De tedio, como si no me bastase

la monotonía inconsciente de la vida, para que se le superpusiera ahora la

monotonía obligatoria de un sentimiento definido.

Y de humillación, sí, de humillación. Tardé en darme cuenta de a qué venía un

sentimiento aparentemente tan poco justificado por su causa. El amor a ser amado

debería haber aparecido en mí. Debería haberme envanecido de que alguien se

fijase atentamente en mi existencia como ser amable. Pero, aparte el breve

momento de verdadero envanecimiento, en que todavía no sé si el asombro tuvo

más parte que la propia vanidad, la humillación fue la sensación que recibí de mí.

Sentí que me era dada una especie de premio destinado a otro —premio, sí, valioso

para quien naturalmente lo mereciese.

Pero fatiga, sobre todo fatiga: la fatiga que sobrepasa al tedio. Comprendí

entonces una frase de Chateaubriand que siempre me había confundido por falta de

experiencia de mí mismo. Dice Chateaubriand, figurándose en Rene que «le

cansaba que le amasen» —on le fatiguait en l’aimant. Conocí, asombrado, que esto

representaba una experiencia idéntica a la mía, y cuya verdad yo no tenía, en

consecuencia, el derecho a negar.

¡La fatiga de ser amado, de ser amado de verdad! ¡La fatiga de ser el objeto

del fardo de las emociones ajenas! Convertir a quien quisiera verse libre, siempre

libre, en el mozo de cuerda de la responsabilidad de corresponder, de la decencia

de no alejarse, para que no se suponga que se es príncipe en las emociones y se

reniega lo máximo que un alma puede dar. ¡La fatiga [de] convertírsenos la

existencia en algo absolutamente dependiente de una relación con un sentimiento

ajeno! ¡La fatiga de, en todo caso, tener forzosamente que sentir, tener

forzosamente, aunque sin reciprocidad, que amar también un poco!

Se fue de mí, como hasta mí vino, aquel episodio en la sombra. Hoy no queda

nada de él, ni en mi inteligencia ni en mi emoción. No me trajo experiencia alguna

que yo no pudiese haber deducido de las leyes de la vida humana cuyo

conocimiento instintivo albergo en mi porque soy humano. No me dio ni un placer

que recuerde con tristeza, ni un pesar que recuerde también con tristeza. Tengo la

impresión de que fui una cosa que leí en algún sitio, un incidente acaecido a otro,

novela de la que leí la mitad, y de la que faltó la otra mitad, sin que me importara

que faltase, pues hasta donde la leía estaba bien y, aunque no tuviese sentido, tal

era ya que no le podría dar sentido a la parte que faltaba, cualquiera fuese su

enredo.

Me queda apenas una gratitud a quien me amó. Pero es una gratitud

abstracta, asombrada, más de la inteligencia que de cualquier emoción. Siento

pena de que alguien hubiese sentido pena por mi culpa; es de esto de lo que tengo

pena, y no tengo pena de nada más.

No es natural que la vida me traiga otro encuentro con las emociones

naturales. Casi deseo que aparezca para ver cómo siento esa segunda vez, después

de haber pasado a través de todo un extenso análisis de la primera experiencia. Es

posible que sienta menos; es también posible que sienta más. Si el Destino lo

concede, que lo conceda. Por las emociones, siento curiosidad. Por los hechos,

cualesquiera que vengan a ser, no siento ninguna curiosidad.

 

 

 

 

Só uma vez fui verdadeiramente amado. Simpatias, tiveas

sempre, e de todos. Nem ao mais casual tem sido fácil ser

grosseiro, ou ser brusco, ou ser até frio para comigo. Algumas

simpatias tive que, com auxílio meu, poderia — pelo

menos talvez — ter convertido em amor ou afeto. Nunca

tive paciência ou atenção do espírito para sequer desejar empregar

esse esforço.

A princípio de observar isto em mim, julguei — tanto

nos desconhecemos — que havia neste caso da minha alma

uma razão de timidez. Mas depois descobri que não havia;

havia um tédio das emoções, diferente do tédio da vida, uma

impaciência de me ligar a qualquer sentimento contínuo, sobretudo

quando houvesse de se lhe atrelar um esforço prosseguido.

Para quê? pensava em mim o que não pensa. Tenho a

sutileza bastante, o tato psicológico suficiente para saber o

‘ ‘como»; o ‘ ‘como do como» sempre me escapou. A minha

fraqueza de vontade começou sempre por ser uma fraqueza

da vontade de ter vontade. Assim me sucedeu nas emoções

como me sucede na inteligência, e na vontade mesma, e em

tudo quanto é vida.

Mas daquela vez em que uma malícia da oportunidade

me fez julgar que amava, e verificar deveras que era amado,

fiquei, primeiro, estonteado e confuso, como se me saíra

uma sorte grande em moeda inconvertível. Fiquei, depois,

porque ninguém é humano sem o ser, levemente envaidecido;

esta emoção, porém, que pareceria a mais natural, pas-

sou rapidamente. Sucedeu-se um sentimento difícil de definir,

mas em que se salientavam incomodamente as sensações

de tédio, de humilhação e de fadiga.

De tédio, como se o Destino me houvesse imposto uma

tarefa em serões desconhecidos. De tédio, como se um novo

dever — o de uma horrorosa reciprocidade — me fosse dado

com a ironia de um privilégio, que eu me teria ainda que

maçar, agradecendo-o ao Destino. De tédio, como se me não

bastasse a monotonia inconsistente da vida, para agora se lhe

sobrepor a monotonia obrigatória de um sentimento definido.

E de humilhação, sim, de humilhação. Tardei em perceber

que vinha um sentimento aparentemente tão pouco

justificado pela sua causa. O amor a ser amado deveria terme

aparecido. Deveria ter-me envaidecido de alguém reparar

atentamente para a minha existência como ser amável. Mas,

à parte o breve momento de real envaidecimento, em que

todavia não sei se o pasmo teve mais parte que a própria

vaidade, a humilhação foi a sensação que recebi de mim.

Senti que me era dada uma espécie de prêmio destinado a

outrem — prêmio, sim, de valia para quem naturalmente o

merecesse.

Mas fadiga, sobretudo fadiga — a fadiga que passa o tédio.

Compreendi então uma frase de Chateaubriand que sempre

me enganara por falta de experiência de mim mesmo.

Diz Chateaubriand, figurando-se em René, «amarem-no

cansava-o» — on le fatiguait en Vaimant. Conheci, com

pasmo, que isto representava uma experiência idêntica à minha,

e cuja verdade portanto eu não tinha o direito de negar.

A fadiga de ser amado, de ser amado deveras! A fadiga

de sermos o objeto do fardo das emoções alheias! Converter

quem quisera ver-se livre, sempre livre, no moço de fretes da

responsabilidade de corresponder, da decência de se não afastar,

para que se não suponha que se é príncipe nas emoções e

se renega o máximo que uma alma humana pode dar. A fadiga

[de] se nos tornar a existência uma coisa dependente em

absoluto de uma relação com um sentimento de outrem! A

fadiga de, em todo o caso, ter forçosamente que sentir, ter

forçosamente, ainda que sem reciprocidade, que amar um

pouco também!

Passou de mim, como até mim veio, esse episódio na

sombra. Hoje não resta dele nada, nem na minha inteligência,

nem na minha emoção. Não me trouxe experiência alguma

que eu não pudesse ter deduzido das leis da vida humana

cujo conhecimento instintivo albergo em mim porque

sou humano. Não me deu nem prazer que eu recorde com

tristeza, ou pesar que eu lembre com tristeza também. Tenho

a impressão de que foi uma outra coisa que li algures,

um incidente sucedido a outrem, novela de que li metade, e

de que a outra metade faltou, sem que me importasse que

faltasse, pois até onde a li estava certa, e, embora não tivesse

sentido, tal era já que lhe não poderia dar sentido a parte faltante,

qualquer que fosse o seu enredo.

Resta-me apenas uma gratidão a quem me amou. Mas é uma gratidão

abstrata, pasmada, mais da inteligência do que

de qualquer emoção. Tenho pena que alguém tivesse tido

pena por minha causa; é disso que tenho pena, e não tenho

pena de mais nada.

Não é natural que a vida me traga outro encontro com

as emoções naturais. Quase desejo que apareça para ver

como sinto dessa segunda vez, depois de ter atravessado toda

uma extensa análise da primeira experiência. É possível que

sinta menos; é também possível que sinta mais. Se o Destino

o der, que o dê. Sobre as emoções tenho curiosidade. Sobre

os fatos, quaisquer que venham a ser, não tenho curiosidade

alguma.

 

 

 

 

Fernando Pessoa


Del español: 

Libro del desasosiego 249

Título original: Livro do Desassossego

© por la introducción y la traducción: Ángel Crespo, 1984

© Editorial Seix Barrai, S. A., 1984 y 1997

Segunda edición

Del portugués:

Livro do Desassossego composto por Bernardo Soares

© Selección e introducción: Leyla Perrone-Moises

© Editora Brasiliense

2ª edición

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

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