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No sé por qué —lo noto de repente— estoy solo en la oficina. Ya, indefinidamente, lo había presentido.

Había en algún aspecto de mi conciencia de mí una amplitud de alivio, un respirar más hondo de pulmones diferentes.

Es ésta una de las más curiosas sensaciones que nos puede ser proporcionada por el acaso de los encuentros y

de las faltas: la de estar solos en una casa de ordinario llena, ruidosa o ajena. Tenemos, de repente, una sensación

de posesión absoluta, de dominio fácil y ancho, de amplitud —como he dicho— de alivio y sosiego.

¡Qué bien estar solos a nuestras anchas! Poder hablar alto con nosotros mismos, pasear sin estorbos de miradas,

reposar hacia atrás en un devaneo sin llamada! Toda casa se vuelve un campo, toda habitación tiene la extensión de

una quinta. Los ruidos son todos ajenos, como si perteneciesen a un universo cercano pero independiente. Somos,

por fin, reyes. /A esto aspiramos todos, en fin, y los más plebeyos de nosotros —quién sabe— con más fuerza que los

de más oro falso./ Por un momento somos pensionistas del universo y vivimos, puntuales del suelo concedido, sin

necesidades ni preocupaciones. Ah, pero reconozco, en ese paso en la escalera, que sube hasta mí no sé quién,

el alguien que va a interrumpir mi soledad distraída. Va a ser invadido por los bárbaros mi imperio implícito.

No es que el paso me diga quién es quien viene, ni que recuerde el paso de éste o aquél a quien yo conozca.

Hay un instinto más sordo en el alma que me hace saber que es hacia aquí a donde viene el que sube, de momento

sólo pasos, por la escalera que súbitamente veo, porque pienso en él que la sube. Sí, es uno de los empleados.

Se para, se oye la puerta, entra. Lo veo todo. Y me dice, al entrar: «¿Solo, señor Soares?» Y yo respondo: «Sí, hace

ya tiempo…» Y él dice entonces, pelándose de la chaqueta con la mirada en la otra, la vieja, que está en la percha:

«Qué fastidio que uno tenga que estar aquí solo, y además de eso…» «Un gran fastidio, no cabe duda», respondo yo.

«Hasta dan ganas de dormir», dice él, ya con la chaqueta vieja, y yendo hacia el escritorio. «Sí que dan», confirmo

sonriente. Después, estirando la mano hacia la pluma olvidada, reingreso, gráfico, en la salud anónima de la vida normal.

29-3-1933

Não sei porquê — noto-o subitamente — estou sozinho no escritório. Já, indefinidamente, o pressentira.

Havia em qualquer aspecto da minha consciência de mim uma amplitude de alívio, um respirar mais fundo de

pulmões diversos. É esta uma das mais curiosas sensações que nos pode ser dada pelo acaso dos encontros e

das faltas: a de estarmos sós numa casa ordinariamente cheia, ruidosa ou alheia. Temos, de repente, uma sensação

de posse absoluta, de domínio fácil e largo, de amplitude — como disse — de alívio e sossego. Que bom estar

só largamente! Poder falar alto conosco, passear sem estorvo de vistas, repousar para trás num devaneio sem chamamento!

Toda casa se torna um campo, toda sala tem a extensão de uma quinta. Os ruídos são todos alheios, como se pertencessem

a um universo próximo mas independente. Somos, finalmente, reis. A isso todos aspiramos, enfim, e os mais plebeus de

nós — quem sabe — com maior vigor que os de mais ouro falso. Por um momento somos pensionistas do universo,

e vivemos, regulares do soldo dado, sem necessidades nem preocupações. Ah, mas reconheço, naquele passo na escada,

subindo até mim não sei quem, o alguém que vai interromper a minha solidão espairecida. Vai ser invadido pelos bárbaros

o meu império implícito. Não é que o passo me diga quem é que vem, nem que me lembre o passo deste ou daquele que

eu conheça. Há um mais surdo instinto na alma que me faz saber que é para aqui que vem o que sobe, por enquanto só passos,

na escada que subitamente vejo, porque penso nele que a sobe. Sim, é um dos empregados. Pára, a porta ouvese, entra.

Vejo-o todo. E diz-me, ao entrar: «Sozinho, sr. Soares?». E eu respondo:’ ‘Sim, já há tempo…». E ele então diz, descascando-se

do casaco com o olhar no outro, o velho, no cabide: «Grande maçada a gente estar aqui só, sr. Soares, e de mais a mais…».

«Grande maçada, não há dúvida», respondo eu. «Até dá vontade de dormir», diz ele, já de casaco roto, e encaminhando-se

para a secretária. «E dá», confirmo, sorridente. Depois, estendendo a mão para a caneta esquecida, reentro, gráfico na saúde

anônima da vida normal.

Fernando Pessoa

Del español:

Libro del desasosiego 163

Título original: Livro do Desassossego

© por la introducción y la traducción: Ángel Crespo, 1984

© Editorial Seix Barrai, S. A., 1984 y 1997

Segunda edición

Del portugués:

Livro do Desassossego composto por Bernardo Soares

© Selección e introducción: Leyla Perrone-Moises

© Editora Brasiliense

2ª edición

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       Pessoa

 


 

 

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