balconcillos 8

 

 

Escúchalos aquí recitados por Tomás Galindo

 

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Este verde crepúsculo tiene orillas violeta. Aparecen las mariposas amarillas que apresuradas se trasladan

desde las flores escarlata a las de bronce mientras desaparece la tarde.

Wow, esto es hablar con propiedad, capturar la realidad con palabras.

Adivina adivinanza: es una cosa sencilla que se repite ola por ola.

Adivina adivinanza: no es más que un objeto verde; algunas personas lo ven como algo ridículo y deforme

que se interpone en el camino.

Bien, bueno, tranquilo: no te estoy menospreciando: más que adivinanzas son campanillas tilín tilín para que

tu corazón vaya despertando, desprevenido; una prisa a través de la cual pasan cosas conocidas pero extrañas.

¿Se puede escribir en la pared con el corazón de un pez? Mmmm. Sí, sí, claro: es por el fósforo.

Otra pregunta por favor. ¿De qué sexo es, si es que tiene alguno? Es un varón. Es un varón blanco caucásico.

Sin ninguna marca explícita de nacimiento, sólo la típica verruga en la barbilla. Visto por última vez

en un trasluz de omaha. Parecía inteligente. Larry (levis) nos responde: el fin está dentro del roedor, dentro de

las entrañas del roedor: es el granero que se viene abajo una mañana de verano. Vaya, ¿esta respuesta es una

revelación? Mmmm. Diría que más bien se ha velado todo con el propósito de atraparte, ¡idiota!

Posiblemente sean mejores -en el sentido comercial del término- las preguntas abiertas, comprometidas,

directas: reina victoria, ¿querrías entrar en mi vida con todo tu dolor y tus negros carruajes y tu perfecta

memoria? Ahora la respuesta no nos interesa, sino lo dulce y lo espeso de la vida actuando con desparpajo,

con descaro.

Al parecer, las flores sufren una conmovedora enfermedad: parálisis de los miembros inferiores. Asómate a

los balconcillos si quieres ver a anne y a susan caminando y recogiendo moras silvestres hasta llegar a damariscotta;

si quieres hacer un (aproximado) elenco de todo lo que la marea devuelve en vlissingen, aunque para el recuento

necesitarás un buen tablero con todas las entradas y salidas marcadas y, tal vez, tizas de varios colores. Ya sabemos

que hay quien vive como si fuera inmortal y que otros se cuidan como si valieran la pena: vidas idénticas iniciadas a solas,

transcurridas a solas, concluidas a solas. Son como los mejores corredores: saben que están a solas con la superficie

del camino, con el frío y el viento: solos en el universo, tratando de batir su propio récord, tratando -penosamente- de hacer

fuego.

Vamos, vamos, en los balconcillos conocerás el lugar justo donde se ponen las manos, a la vez mayor y menor que ellas mismas.

¿Habrá otras manos aguardando las tuyas, con una esperanza hacia atrás, con el amor y todas sus posiciones intermedias? Tal vez,

tal vez: quién no tiene su vestido azul y su dolor de bolsillo; quién no se llama carlos. En cada uno de nosotros existen cuartos secretos,

además de la añoranza del uno por el otro. ¿Habrá, entonces, alguien que recordará tu manera de mirar a los ojos; alguien a quien

golpear; alguien a quien perdonar piadosamente? Es posible, es posible: el amor se quita y despedaza todas las camisas de fuerza.

Ay, ¿quién de veras podría ayudarnos? No los ángeles, no los hombres, y ya saben los astutos animales que no nos sentimos muy seguros.

¡Mia mascotta, mia mascotta : el príncipe ha hablado! ¿Es la noche más suave con los amantes? Ay, ellos sólo se ocultan uno a otro su destino.

Silencio, silencio, es el príncipe, en efecto. Nos deja sin respiración. Realmente es extraño no habitar más la tierra; extraño, no seguir

deseando los deseos. La belleza es el principio de lo terrible que, serenamente, desdeña destrozarnos. Oh, y la noche, y la noche, cuando el viento

lleno de espacio cósmico nos roe la cara, nos consume las mejillas.

Bien, bien, ahora ya puedes apagar la luz: cierra la puerta y deja de hacer ruido de zapatillas. Lo que nos queda es sólo un universo barato y tal vez

un poco de justicia en el corazón. Por cierto: alguien tiene que limpiar, no se van a ordenar solas las cosas, digo yo.

Pero escucha ese grillo de vida enloquecida: es ahora cuando canta, ahora y no mañana. Precisamente ahora. Aquí. ¿Comprendes?

Yo tampoco, no comprendo nada. Tranquilízate: habrá otros días, otras voces y despertares; otra vez la brisa y el alba: entre flores, los gatos

lo sabrán.

Sube, sube y asómate a los balconcillos si quieres ver el viejo caballo del otoño: tiene la barba roja y la espuma del miedo le cubre las mejillas

y el aire que le sigue tiene forma de océano y perfume de vaga podredumbre enterrada. Otoño: puedes dedicarte a un color bermejo, muy escarlata:

puedes dedicarte a tu sangre, como cuando todo era más sobrio y más digno y tú aún no habías comido langosta. Dicen que sabemos muchas cosas

que no hemos visto: lo bueno es creer, dicen. Creer llorando. Dicen, pero a muchos de nosotros nos atan a una silla a las ocho de la mañana, y hemos

olvidado todo el resto. ¿Has visto cómo se oscurece la tierra después de llover? ¿has visto cómo rueda la hermosa y rotunda manzana calle abajo?

En cualquier parte los humanos dejan señales de lo que sienten, ay: a la vista de los mirlos volando en una luz verde es inevitable, dicen, gritar

agudamente.

El guardián del hielo, por su parte, tuvo que aprender a amar deprisa -amenazado y aconsejado por el sol-. La propietaria de la urna tuvo también

que aprender rápidamente a amar de otro modo: sintiendo el peso, abrazando y meciendo esa caja cuadrada, de aspecto militar y con los ángulos de acero

inoxidable, con una etiqueta elegante -como la marca en un paquete de sal-. Y el viudo, también el viudo aprendió a amar de otra forma: oscurecía

en la intemperie de sombras cálidas cuando salió a la terraza y vió las baldosas rojizas; las barandas de hierro -delicadas y sencillas- y las latas

con hortensias: un patio con sus limpias galerías y sus ventanas iluminadas. Entonces sintió, supo que la muerte le devolvería sus tesoros.

Si te asomas a la hora apropiada al balconcillo que da a la colina, verás a toda la gente de ojos grises descansando en la pequeña taberna;

verás al bueno de leonard subido en lo más alto de un poste de teléfonos, reparando las línea que van de ciudad a ciudad: a veces, algunas veces,

el destino escucha nuestras quejas y cumple nuestros deseos. Ay, los tiempos de amor con un fondo blanco.

Por cierto, ¿aceptas tú también la supervivencia? Mmmm. Que san celan te envíe entonces una herida azul, azul, imborrable. Si es la una y media,

concha estará asomada: medio cuerpo a la ventana de la vida entera, con los zapatos deshebillados porque su presión la ladea justamente cuando

está bajo el efecto del paisaje. Y el viejo edificio de hanni, la casa deshabitada, sin amantes, con monstruos, con aves cruzando el horrendo paisaje,

y lámparas rotas, y cuatro árboles con ruido, y un enchufe, un sofa, centavos y pastillas, muchas pastillas. En el universo hay cuatro hambres,

en el universo todo movimiento es cacería.

Del mismo modo, hay personas con la (penosa) costumbre de dejar su nuca en cualquier parte. O su tos. Y tropezamos, claro. El destino, que sigue

escuchando al bueno de leonard y haciéndole caso, lo ha bajado del alto poste de teléfonos y lo tiene atravesando cuba con un machete rojo entre

los dientes. Almudena pasea bajo los soportales con su chaqueta de angorina rosa y botones de nácar, qué horror: gira, rodeada de sí misma,

sumándose a su cuerpo, ya rebasada su órbita de admiración con un pronunciamiento de todo lo que es bello, vacío, ritual, sonoro, triste. Una mujer,

con su (única) cabeza giratoria, -tal vez una cabeza estadística que consume cables y acero- y su sonrisa de centímetros. Una mujer agotada, como

si la sensación de ser ella misma la golpease en un centro conocido pero ignorado, alcanzando, tal vez, el más alto grado de la tristeza. Una mujer

agotada, insomne: como si miles de gatos hicieran el amor sobre su cabeza cada noche, cada noche.

Por lo demás, abunda también el desconcierto. Los supervisores celestiales tal vez cuentan meticulosamente todos nuestros pasos. El erizo

nos recuerda que, posiblemente, nunca más, un dios, confiará en este mundo. La línea triste de las velas apagadas y frías crece rápidamente

y el futuro prefiere cortejar al cemento antes que a nosotros, humanos, que ya nos tomamos unos a otros por alguna especie de calle, como humildes

hermanos del viejo y buen cemento, que nos sobrevivirá. A su modo, katherine también lo confirma: sus noches transcurren en un largo cacareo

con el vecino, un gallo, como ella, de una granja distante y escondida. Sin duda y sin tardanza necesitamos grandes dosis de wonkavite -de willy wonka-,

que se prescribe cuando la vida es cuesta arriba, cuando todos los huesos duelen y, más drásticamente, cuando uno se siente un parásito humano: sí,

necesitamos enormes cantidades de esa mágica y celestial dinamita.

También theodore es de la misma opinión: el polvo está vivo y es muy peligroso: goteando largamente se deposita sobre las uñas, sobre las

pestañas, sobre los cabellos pálidos, sobre los grises rostros, esmaltándolos como si maquillara la última piel de los cadáveres. Sólo nos queda,

tal vez, el puente de brooklyn: el bueno de hart crane quiere descansar y esperar bajo la sombra de sus pilares mientras las grúas giran y

giran en la niebla.

Sin despreciar, ni mucho menos, el consuelo del puente, la propuesta de hart crane, nos quedamos con la sospecha de que se trata

de un bien escaso, una solución de compromiso que más bien recrudece la situación de desamparo: los caballos del tiempo sacian

su sed con nuestra sangre, ¿realmente podemos confiar en la protección de un puente, aunque ofrezca, con su curvatura y su tamaño insistente,

un mito a Dios? Mmmmm. Demasiadas veces reventaremos y demasiadas veces tendremos que cambiar la rueda: demoras, tropiezos aquí y allá,

como el pájaro (volátil, una focha) de dino buzatti, que acaba posándose y se duerme -y ronca- y no hay modo de hacerlo reaccionar, ni siquiera

fustigándole las alas fuerte fuerte: ay, está cansado, muy cansado, y dice que no que no que no. Todo es inútil, mi amor.

Impotentes, en suma, acabamos declarando nuestra (casi) absoluta perplejidad: un cálculo elegíaco como el que hace wislawa -si la otra orilla existe,

si se puede llamar puente, si se trata de un solo destino y si es todavía destino, si se puede creer en perspectivas, si la pregunta tiene algún sentido-.

Sube, si quieres, a estos balconcillos y asómate, asómate para ver al dos con sus trenzas de papel, para comprobar que el cinco no devora el Firmamento,

que el treinta tiene garras de cerezo y el treinta y nueve quiebra torres. Siéntate como si bebieses largos tragos de playa, sin compañía: cuando callen

los vencejos y la luna juzgue tu quehacer, junto al hotel wellington, en el agua seca, entre las estrellas, podrás desplegar todas tus velas, todas tus velas

y tal vez te encuentres con la bella y discreta espía, a la que no conoces, a la que conoces al revés, extendiendo sus manteles de ternura.

Verás cómo se recoge el deseo -helado y reluciente- entre las plantas de forsitia. ¿Y el sitio de tu extravío? Si lo encuentras, un ángel te dirá que

cierres los ojos y lo vuelvas a perder.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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