El pianista no necesita más paredes: toca a tientas, a lo largo del teclado.
Sus manos son como el agua, con la playa en todas partes, que corre hasta su límite antes de arder
en la música.
Con tanto teclado no es prudente creer en todo lo que escuchemos.
La delicada esposa del pianista lo ha despedido en la puerta de casa con los dos mismos consejos
que cada noche, cada noche le repite: Recuerda, Phileas, que entre tocar el piano y hacer el imbécil junto
a las teclas hay sólo una delgadísima línea de separación. Y, por favor: no seas retórico.
Phileas, ya sentado al piano, busca su tono mientras se concentra. Siempre recurre a la misma imagen
antes de comenzar: unos pájaros arrastrándose por el suelo y sangrando por el pico, moribundos.
A veces, muy pocas, vuelve a encontrarse justamente en el sitio donde se extravía para empezar: entonces,
con tranquilidad, visualiza de nuevo los pájaros, arrastrándose por el suelo y sangrando por el pico, moribundos,
e inmediatamente se vuelve a extraviar. Es un buen pianista.
En el sosiego de la noche, con las farolas apagadas y el aire escaso, se siente una leve amenaza de tinieblas
o de tortura.
Cuando la música comienza, ya todo sucede fuera del universo y de su conjunto enorme: en el alma.
Allí donde no hay caballos, más allá del horizonte, al otro lado del mar: en el alma.
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