5, SÁBADO

 

 

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  Todavía hay algunas casas bien donde se me invita a tomar el chocolate de las siete, tan imperial y tan nacional como el británico té de las cinco. El chocolate ha de ser de la Trapa, y esto permite hablar de los trapenses, de que lo siguen haciendo ellos mismos, a mano, de que por eso está tan bueno y, en consecuencia, no se han extinguido las vocaciones. ¿Qué vocaciones? ¿La de fraile, la de trapense, la de místico o la de chocolatero?

  No lo pregunto, porque me gusta quedar bien en las casas bien, pero evidentemente estamos de acuerdo en que no se han extinguido las vocaciones. Eso es lo importante, la vocación. Sin vocación no se va a ninguna parte. “Ah cuando España tenía grandes vocaciones.” En las casas bien, hacia las siete de la tarde, si hay un invitado correcto, se puede levantar una España, un Imperio y hasta un Dios de tableta de chocolate.

El chocolate, naturalmente, lo ha hecho la niña de la casa: quiero decir que lo ha cocinado. El chocolate no debe estar espeso ni ligero. Al chocolate espeso, en mi infancia, le llamábamos “embolado”. Recuerdo esto en voz alta y la señora de la casa en seguida se identifica conmigo en el recuerdo. Como yo soy descaradamente maduro, queda en evidencia involuntaria la madurez de la señora, nuestra madurez trapense de chocolate, nuestra madurez de chocolate trapense y embolado. Y se hace un silencio que no se hace. El primer silencio de la tarde. Ella sola se ha metido en la trampa, ah la trampa del tiempo —“La herida del tiempo”, ¿de quién coños era “La herida del tiempo”?—, y ahora su boca es una herida de chocolate y tiempo, de rouge marrón que se le ha quedado sobre el rouge rouge que repasó un momento antes de llegar yo.

  Va siendo una tarde deliciosa. A la niña le ha salido un chocolate ni claro ni oscuro, ni embolado ni ligero (esto último revelaría una maritornes de clase bien que de ninguna manera convendría para el matrimonio, qué matrimonio, yo llevo treinta años casado, y aquí no se sabe si he venido por la madre o por la hija: delicioso equívoco para una comedia si uno tuviese la curiosidad de ganar dinero, por saber lo que es eso, y escribir una comedia).

“De modo que tú y yo somos de la generación del embolado”,

dice directamente la señora, cuando ya se ha limpiado la boca y se la ha vuelto a pintar de pintura y chocolate, dispuesta a arrastrarme con ella a un abismo generacional por un precipicio terroso de chocolate. El dato histórico y el tuteo no me dejan otra salida que aceptarlo todo. Esta bella señora tiene mi medio siglo, pero yo venía por la niña, que tiene veintiuno y todavía patina. “Después del chocolate —les digo para quedar como hombre de mundo, dado al vicio del chocolate—, un vaso de agua con un azucarillo.”

  —¿Un azucarillo? —pregunta la niña, mi supuesto ligue de una noche de verano sin sueño, cuando mamá estaba en Zarauz, que es donde está desde que

ganaron la guerra que siempre habían ganado, salvo cuando está aquí tomando chocolate.

  —Claro, hija, pero no se hacen ya aquellos azucarillos que dice este señor. Ahora son más pequeños.

  —Pues a mí me los da la de O’Reilly —digo por fastidiar un poco, haciéndoles la guerra en su terreno.

  —Los comprará en La Mallorquina.

  He dejado a la bella señora enchocolatada y humillada, por debajo de la de O’Reilly, pero me he unido epocalmente a ella, con pegamento de chocolate y arracadas de azucarillo. La chica y sus hermanas ya no saben si he venido por la hija o por la madre. Les debe de dar como un poco de asco que su madre viuda, maquillada escandalosamente de chocolate, coquetee con un recién llegado.

  El tiempo es un chocolate en el que todos mojamos. Comprendo que me he pasado con lo de Aurora Lezcano, pero insisto:

“Pues me da el vaso de agua con azucarillo grande y en bandeja de plata: el repujado del azucarillo es como el repujado de la bandeja.”

Soy un suicida literario, como siempre. Me he perdido por una imagen. A la gente bien le dan igual las imágenes y, en cambio, les molesta mucho haber fallado en un vaso de agua. En cualquier caso, me he cargado la merienda, la visita y el chocolate. La chica que me gusta tiene los ojos confidenciales y los muslos gloriosos, pero no me perdona que no le haya perdonado lo del vaso de agua con azucarillo en bandeja de plata. Se nota. Sus hermanas tienen mucho que estudiar, o me ignoran directamente. Todas sueñan con terminar la carrera y casarse con un trapense de paisano que les haga mucho chocolate sexual por las noches, porque estas señoritas suelen tener una idea del matrimonio que está entre el monacato y el molinillo de hacer niños.

Todavía, ya digo, me invitan en algunas casas bien a tomar el chocolate de las siete, por la curiosidad de tener un rojo en casa, mayormente, pero ni yo soy exactamente eso que se llama un rojo ni me gusta hacer amistad con las madres de las hijas que etcétera, porque es una cosa campoamorina. La calle borra generaciones y ella y yo somos iguales, leemos la misma ciudad actualísima en tapias y anuncios.

Dentro de la casa, las muchachas se embarran paulatinamente de chocolate (se ve que no lo toman en todo el año) y la madre es ya como la madame dignísima con rimmel y rouge de chocolate que monologa conmigo hasta llegar a una orgía de efebos trapenses y supongo que desnudos, pintados por el Greco/Zurbarán, “aquéllos sí que eran pintores”, en verde/chocolate.

Miro a la muchacha de los muslos gloriosos, en sus ojos confidentes: un inexistente y gélido vaso de agua, en bandeja de plata indiferente, nos separa por siempre.

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