diario político y sentimental
francisco umbral
1999
A Carmen Díez de Rivera
Andan días iguales
persiguiéndose.
PABLO NERUDA
enero, jueves 22
En el Museo de la Ciudad hablo sobre los Machado. He aquí un resumen de lo que digo:
Lejos de la actual confrontación noventayochista entre Manuel y Antonio Machado, considera
uno que se trata de dos poetas muy hermanos literariamente el uno del otro.
Ambos vienen de la jarcha árabe o mozárabe, andaluza, ambos tienen como puntos de fijeza
el laconismo y el fatalismo.
Ambos realizan todos los días el milagro poético de decir más de lo que dicen, en el poema,
y este más es el margen misterioso de la verdadera poesía. Es como si un vago poeta árabe,
sentimental y apócrifo, viviera entre ellos dos. Veamos:
Gracias, Petenera mía.
En tus ojos me he perdido.
Era lo que yo quería.
Sin jugar a las adivinanzas sabemos que esta jarcha es de don Antonio, pero igual podría ser
de su hermano. En ella hay laconismo y fatalismo, ese fatalismo árabe del poeta intermedio,
del ángel apócrifo que he aludido. O esto:
Dicen que un hombre no es hombre
hasta que no oye su nombre
de labios de una mujer.
Puede ser.
Este «Puede ser» final, en punto y seguido, verso aparte y coda, tiene toda la templanza
dudosa del pueblo y todo el coloquialismo trascendental de los andaluces. ¿Nos sabe a
don Manuel Machado? No voy a abundar en los ejemplos, dada la brevedad de este apunte,
pero insisto en las constantes laconismo/fatalismo, que ahora escribo con una barra disyuntiva,
porque lo cierto es que los Machado se reparten el parco y común acervo de unas pocas
palabras verdaderas.
Digamos que don Manuel es lacónico por una sublime pereza árabe que en el fondo busca
decir lo indecible con poco texto, porque el mucho texto ahoga la poesía y la convierte en prosa.
Digamos, asimismo, que don Antonio es lacónico por decoro, por sobriedad, por ética/estética,
que hubiera dicho Juan Ramón, porque le parece más decente su pobreza verbal que el lujo
modernista que tenía tan cerca y que a veces derrochó.
Fatales los dos, más que fatalistas, don Antonio es como si presintiera en toda su obra el final
negro de España y de su propia vida. No fue socialista, pero estuvo socialista, aunque sin
demasiada fe en ninguna idea que pudiera redimir a los «atónitos palurdos sin canciones»,
como un día los vio y fijó.
Don Manuel le da a su fatalismo mozárabe la forma elegante, modernista y mundana de un
escepticismo cansado e ilustrado. No cree en nada o renuncia previamente a todo. Llegaba
a esta su casa, su oficina, a la una menos cuarto y se iba a la una, tras haber liado y fumado
un cigarrillo, o más bien aquel pitillote gordo que él se hacía con mano ya insegura.
Dámaso Alonso lo ha contado muy bien. No puede decirse que fuera un fanático de la izquierda
ni de la derecha. Un fatalista es todo lo contrario de un fanático.
Yo soy como las gentes que a mi tierra vinieron
—soy de la raza mora, vieja amiga del sol—,
que todo lo ganaron y todo lo perdieron.
Tengo el alma de nardo del árabe español.
En este famosísimo poema, don Manuel se remite a lo más antiguo de su estirpe mora y
solar, y esto no es sino una manera de fatalismo inverso: el verdadero fatalismo, que no
consiste sólo en dar por perdido el futuro, sino el pasado. Manuel Machado se descubre
un origen de fracaso —«que todo lo ganaron y todo lo perdieron»—, y quiere ser ya para
siempre de la raza de los fracasados. Hasta la síntesis lírica y deslumbrante:
Tengo el alma de nardo del árabe español.
Le da así un carácter gloriosamente espurio a sus orígenes.
Y evidencia como nunca esa realidad común que hace de ambos Machado un solo poeta,
o más bien deja entrevivir entre ellos un sutilísimo lírico arabigoandaluz, anterior a toda
épica cidiana, que es el dibujo desdibujado de dos hermanos en uno y hace ociosa, inútil
y pobre la diferencia, la valoración y la autopsia académica de un solo cuerpo de luz
y música.
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