umbral

 

 

valle-inclán

 

 

 

PLANETA
1ª edición: enero de 1998
Barcelona

 

 

 

los botines blancos de piqué

 

 

Hay un momento en la vida de Valle-Inclán en que aparece de botines blancos de piqué. No importa que la ropa todavía sea un derramamiento de sombras, que el sombrero no sea ya sino la horma del tiempo en su cabeza. No importa que tenga brazo o no lo tenga. Valle ha dado con el punto justo e inequívoco de su dandismo, y ya puede pisar las calles emborriladas de Madrid, la paseada calle de Alcalá, el barro de las Vistillas, la arena vieja, meada y numerosa de las plazas sin luz, donde tropieza con un niño, con un orinal que tiene un ojo en el fondo, con un muerto.

Es igual. Vuelve a casa con los botines impecables, con el blanco piqué eucarístico cubriendo las canillas (para cuando se levanta el pantalón, al sentarse) y la pala del calzado. Sus gafas, más que sus gafas, son como un doble monóculo de doble impertinencia. Ha aprendido Valle a peinarse la barba con las manos. Está todo él más trajeado de alma. Y es que al fin ha cuajado el dandi, el hombre que va dejando un reguero de blancura, admiración e indiferencia por el Ateneo, Fornos, todos los cafés, Alcalá, la plaza del Progreso, su plaza, popular y revuelta, ágora de unos griegos castizos en camiseta. Valle venía buscando ese punto, ese tono, esa discreción, esa gracia masculina toda su vida. La ha encontrado.

Porque la vida de Valle, desde la adolescencia quizá, consiste en renunciar a sí mismo para construirse otro sí mismo. Y esto tiene mucho que ver con la mística y la estética del dandi. El falso apellido, la confusión del nacimiento, con enredadas Pueblas de Caramiñal, el dudoso viaje a una entredudosa América, la barba afluente de otras tantas barbas, la autoleyenda entre modernista y legendaria. Valle no es sino un esfuerzo sostenido, desde el primer día (no sé qué primer día de qué), por no ser él, por «no amarse a sí mismo», como confesaría, por crear otro personaje en quien poder amarse y admirarse.

Quizá la necesidad del dandi de suprimir el yo en beneficio de un yo ficticio y elaborado no sea sino la maña para poder rendirse culto a distancia. Oscar Wilde dijo aquello de que había derrochado el genio en su vida y sólo el talento en su obra. Me parece que nunca se le ha comprendido bien. La obra de su vida es él mismo. Eso es lo que quiere decir. Y eso es lo que quiere Valle sin decirlo. Valle sueña un escritor capaz de escribir lo que él escribió. Renuncia a una gran obra con un creador mediocre, como tantas y tantos que conocemos y leemos. La literatura y el arte están llenos de eso. Valle quiere estar a la altura de lo que todavía no ha escrito, y por eso viene fabricando un personaje, día a día, con palabras, actitudes, mentiras, sueños, botines de piqué blanco, frases y sorpresas. Supone, con una cierta lógica del absurdo, que primero tiene que ser el creador y luego la creación. Fragua una obra tan alta que teme quedar él por debajo.

Lo acostumbrado es que la propia obra vaya haciendo al hombre. «Somos hijos de nuestras obras.» Pero hay una perversión estética y psíquica que se da a veces en unos pocos hombres, o en uno solo. Consiste en fabricar primero un escritor tan único que necesariamente hará la obra única. Lo que a Valle le certifica la grandeza de su obra no escrita es la grandeza del hombre venidero que está fraguando. Es el que un día paseará botines por Madrid para verse y verlos reflejados en los charcos de Vallecas y en los espejos del Casino.

Eso le da seguridad. La tragedia cotidiana del dandi es que su disciplina interior, su diferencia, no la capta nadie o casi nadie. Se ha llegado a ser único y la gente no se entera. Hay que mostrar esa unicidad mediante la ropa para que el mundo lea en ella. Hay que ser el hombre/texto. Valle, como paseante elegantón o mísero de Madrid, es el mejor texto de Valle. Cuando llega a lo de los bolines, el brazo sobrante y la cabeza de Quijote cínico, cosa que nunca fuera don Quijote, es cuando acierta definitivamente consigo mismo. Pero antes han pasado muchas cosas y veremos algunas. ¿Consigo mismo, digo? No, Valle no quiere coincidir consigo mismo sino con el don Ramón María que ha falseado, con el Inclán que no es, lleno de resonancias nobles y atardecidas en la historia. Valle se pasó la vida queriendo ser otro que es el que nos ha quedado, el que nos ha legado. Don Ramón no era así, pero quería que así le recordásemos, le glosásemos.

Esto no es hacerse una estatua en vida, entiéndaseme. Esa se la hacen todos los gobernadores civiles. Lo del dandi es falsearse frenéticamente día a día, año a año, por horror ante lo natural, que era el horror de Baudelaire, por fascinación ante lo artificial. Haciéndose uno a sí mismo no le debe nada a nadie, y menos a Dios. He aquí el gesto satánico del dandismo. No ser obra de Dios ni de la naturaleza, sino de los sastres y las lecturas.

Se nos aparece muy pronto, en retratos y autorretratos, como carlista «por estética», como indiano, como militar, como asesino de navío, como místico y quietista, como hijo del hachís (hoy jas) (La pipa de kif). Se nos aparece entre Don Juan, Bradomín e hidalgo galaico. Hay unos versos que no son suyos, pero le van:

¿Dónde vas tú, sentimental catástrofe, roto soneto, galgo pasante por tu borrado escudo?

Fue una catástrofe sentimental, un enamorado del amor, un amante difícil de su esposa Josefina. Fue un soneto roto de un poeta literario, demasiado literario, urgido siempre por la prosa, su gran armónium. Fue galgo de hambres por aquel Madrid «absurdo, brillante y hambriento», (¿algo pasante por los borrados escudos de su grandeza celta. Nos sabemos de memoria toda la biografía mentida de Valle. La biografía real no la recordaba ni él.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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