vicente aleixandre

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Las agujas del aire estaban sobre las frentes: qué oscura misión la mía de amarte.

Las paredes de níquel no consentían el crepúsculo, lo devolvían herido.

Los amantes volaban masticando la luz.

Permíteme que te diga. Las viejas contaban muertes, muertes y respiraban por sus encajes.

Las barbas de los demás crecían hacia el espanto: la hora final las segará sin dolor.

Abanicos de presentirse horizontal. Fronteras.

La puerta, presta a abrirse, se teñía de amarillo lóbrego lamentándose de su torpeza.

Dónde encontrarte, oh sentido de la vida, si ya no hay tiempo.

Todos los seres esperaban la voz de Jehová refulgente de metal blanco. Los amantes se besaban sobre los nombres.

Los pañuelos eran narcóticos y restañaban la carne exangüe.

Las siete y diez.

La puerta volaba sin plumas y el ángel del Señor anunció a María.

Puede pasar el primero.

Esta misma canción que vuela, esta que estás tú cantando, hermosísimo as de oros, es el romance antiguo

de la legión de condenados que aspiraban el perfume de las espinas dolorosas entre los dedos.

Cuando tú eras magnífico, cuando tú tenías los ojos brillantes, dando la luz sin cambio, del todo, albergando

bajo los párpados el secreto de todos los triunfos más mezquinos, no era difícil encontrarte en la mano, saludando,

besando los dedos con reverencia de paje del quinientos.

Así el camino es breve, así pronto el Occidente será una riqueza de oros que podrá batirse con las manos,

que podrá multiplicarse en mil espumas sin labios.

Así la preciada amarillez no será la tragedia de perder toda la sangre, sino la riqueza brava, despertada, de sentir

en la piel los mil besos de todas las campanas.

Moriremos si es preciso. Pero moriremos sabiendo que el latido repercute en la inquietud de las venas

como vaticinio indescifrable, como una promesa que no se nombra.

La primavera insiste en despedidas, arrastrando sus cadenas de cuerdas, su lino sordo, su desnudez de ocaso,

el lienzo flameado como una sábana de lluvia.

Alentar sobre un seno, alargar la mano a tres mil kilómetros de distancia, hasta tocar la frente de cristal

en que están impresos los azules marinos, los peces sorprendidos.

 

Si yo quiero la vida no es para repartirla. Ni para malgastarla. Es solo para tener en orden los labios.

Para no mirarme las manos de cera, aunque irrumpa su caudal descifrable. Para dormirme a mi hora sobre

una conciencia sin funda.

Por eso estoy aquí ya formándome. Cuento uno a uno los centímetros de mi lucha.

Por eso me nace una risa del talón que no es humo.

 

Por ti, que no explicas la geografía más profunda.

Dejadme que nazca a la pura insumisa creación de mi nombre.

Lo ignoro todo. No quiero saber si el color rojo es antes o es después, si Dios lo sacó de su frente o si nació

del pecho del primer hombre herido. No quiero saber si los labios son una larga línea blanca.

Oh amor, ¿por qué no existes más que en forma de trapecio? ¿Por qué toda la vacilación se convierte en

dos rodillas columpiadas (de carne, voy a besarlas), mondas, desguarnecidas de calor, calvas para

mis dientes que rechinan?

Ni un grito. Ni una lluvia de ceniza. Ni tan solo un dedo de Dios para saber que está frío. La nada es un

cuento de infancia que se pone blanco cuando le falta el respiro. Cuando ha llegado el instante de comprender

que la sangre no existe. Que si me abro una vena puedo escribir con su tiza parada:

“En los bolsillos vacíos no pretendáis encontrar un silencio”.

Por eso, no quiero vestirme.

He comprendido que no se desea mi muerte, que un proyectil disparado acaba siempre tomando la forma de un niño,

de un infante que aterriza y que acaricia el verde soñoliento, con la misma inocencia con que el puñal

pregunta el nombre de las vísceras que besa.

Los ojos de los peces son sordos y golpean opacamente sobre tu corazón.

Cuatro reyes, cuatro ases, cuatro sotas hacen la felicidad de una mano, arquean los lomos de las montañas,

mientras el sol de papel de plata amenaza con rasgarse sin ruido.

Los reyes son esta bondad nativa, conservada en alcohol, que hace que la corona recaiga sobre la oreja,

mientras el hombro protesta del abrigo de todo, del falso armiño que hace cuadrada la figura.

La mejilla vista al microscopio no invita más que a la meditación de los accidentes y al pensamiento de

cómo lo esencial está cubierto de púas para los labios de los hijos; de cómo la aspereza de los párpados

irrita la esclerótica hasta deformar el mundo, incendiado de rojo, quemándose sin que nadie lo perciba.

Siento el silencio como esa piedra blanca que resbala sobre el corazón de las madres,

y no tengo fuerzas más que para perdonaros a todos el mal que me habéis hecho, sin ignorarlo,

con la forma de vuestra sombra cuando pasabais.

¡Flor, flor, flor, aparenta una sequedad que no posees!

Cúbrete de hojas duras, que se vuelven mintiendo un desdén por la forma, mientras el aire cae comprendiendo

la inutilidad de su insistencia,

abandonando sus alturas.

Yo comprendo que el destino pasajero es echar pronto las yemas al aire, impacientar el titilar de las luces

ante la esperanza del fruto redondo que ha de albergarse en el aire, para que este le acaricie sus fronteras,

solamente sus límites, sin que su hueso dulce entreabra su propia capacidad de amor, blanco, lechoso, ignorante,

y nos muestre sus suspicacias como una interrogación que creciese de alambre hasta rematar su elástica curva.

Y un hombre que persigue perderá siempre sus bastones, su lento apoyo, enhebrado en la hermosura de su ceguera.

En lugar de lágrima lloro la cabeza entera.

Me rueda por el pecho y río con las uñas, con los dos pies que me abanican, mientras una muchacha, una seca

badana estremecida, quiere saber si aún queda la piel por los dos brazos.

Corramos, antes que los telones se desplieguen. Antes que los pelos del lobo, que el hocico de la madriguera,

que los arbustos de la catarata se ericen y se detengan en su caída.

Antes que los ojos de este subsuelo se abran de repente y te pregunten.

Corramos hacia el espanto.

 

Si Dios no me acusa, ¿por qué el alma me punza como una espina cuyo cabo está al aire, flameando como un

gallardete insatisfecho?

¿Por qué me saco del pecho este redondo pájaro de ocasión, que abre sus luces en abanico duende y espía

los rincones para desde allí encantarme con su pausado jeroglífico?

¿Por qué esta habitación, como una caja de música, se mueve, ondula sobre las aguas temerosas e insiste

plenamente en su bella desorientación frente al crepúsculo?

Pero el oro en la palma de la mano fulgura una seguridad tan grata, que yo comprendo que el sueño lo han

inventado los cansados, los escépticos de su corazón mercenario, que golpeaba como una moneda en una jaula,

en un –delirante ayer- agrisado hoy volumen de gorjeo.

Perdóname que cuando se detiene la tristeza a la entrada de la esperanza adolescente, no asomen

todas las palomas, las más blancas, con sus voces humanas,

preguntando sobre la ruta apasionada.

 

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Vicente Aleixandre

De Pasión de la tierra

Obras Completas, Vol. I, Aguilar, Madrid, 1978

 

 

 

 

 

 

 

 

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