Reseña sobre Wallace Stevens

Miguel Ángel Flores

 

Wallace Stevens pertenece al grupo de poetas que renovaron la poesía norteamericana del presente siglo.

Contemporáneo de Ezra Pound, T.S. Eliot, William Carlos Williams, e.e. cummings, Carl Sandburg, el

reconocimiento a su poesía y genio fue tardío. Todo sucedió tarde en su vida: empezó a publicar a la edad en que

otros suman ya varios libros en sus bibliografías; tenía cuarenta y cuatro años en el momento de la aparición de su

primer volumen de poemas Harmonium.

No siguió el camino de sus colegas que con su exilio voluntario llegaron a cultivar la leyenda de la generación

perdida. Sintió como sus compañeros el deseo de ir a París y quiso estudiar algo relacionado con las humanidades.

Pero su padre lo convenció para que permaneciera mejor en su país e ingresara en la escuela de leyes. Estados

Unidos estaba entonces lejos de imaginar el desastre financiero de 1929; así pues, acorde con el optimismo de las

primeras décadas del siglo, el joven Stevens se preparó para ser “alguien en la vida” dentro de la ortodoxa ética de

su educación presbiteriana.

Wallace Stevens mantuvo perfectamente escindidas sus vidas de poeta y funcionario. Nunca participó

activamente en la escena literaria de Norteamérica, ni tomó partido en las polémicas que tocaban las dos orillas del

océano; fue en muchos sentidos la antípoda de Pound y Eliot.

Tuvo puntos de contacto con Williams en cuanto a rasgos biográficos, pero sus caminos poéticos tomaron

rumbos muy distintos. Stevens, el exitoso hombre de negocios, cuyos compañeros jamás imaginaron su entrega a la

poesía, regresaba todas las noches a su casa para ensayar una concepción de la poesía difícil de imaginar en alguien

tan apartado de las páginas de crítica de las revistas literarias o del mundo académico.

La poesía de Stevens revela una profunda lectura de los poetas franceses que transformaron la poesía en el

siglo pasado. Halló inspiración en Laforgue, asimiló la poesía de Corbière, Gauthier y Apollinaire. El simbolismo fue su

escuela y el vástago de esta corriente: el imaginismo, dejaría una profunda huella en su práctica poética.

Stevens no podía concebir que el yo poético coincidiera con el yo empírico como fuente de poesía. Impuso

una gran distancia entre sus sentimientos y la poesía. Sus poemas nacían de una tensión entre su imaginación y las

posibilidades del lenguaje poético.

Quiso lograr una radical despersonalización de la poesía, y para que la poesía misma pudiera encarnar en

palabras se inventó una máscara: la máscara del estilo. No hubo en él como en Williams, la urgente necesidad de

expresar la realidad inmediata. Pertenece a la estirpe de poetas que trató de pensar en términos puramente poéticos.

Sus poemas expresan una complejidad que da pie a las glosas y las exégesis más desmesuradas.

Cultivó una ironía devastadora y que transgredió con frecuencia la lógica. Los poemas adquieren coherencia

a través de un sistema propio de metáforas y la intención lúdica de su estilo se manifiesta con destacado acento en los

títulos desconcertantes de los poemas, que pueden ser considerados como una respuesta a sus profundas dudas

sobre la realidad percibida.

Por ello la poesía llega a ser una realidad más tangible que se basta a sí misma. En un verso de un poema

largo “La guitarra azul” dice que “La poesía es el tema del poema”. Stevens expresó así su sólida fe en la poesía:

“Cuando se ha abandonado toda fe en Dios, la poesía es ese principio vital que ocupa su lugar como redentora de

vida.”

Su poesía puede también entenderse como el conflicto entre la experiencia intelectual y la experiencia

sensible. Esto lo aproxima a la pintura en cuanto a la esfera de las formas, proceso en el que se anula toda referencia

anecdótica. El sustrato filosófico de su pensamiento poético provocó muchos malos entendidos.

En una carta a un amigo, los reproches de ciertos críticos lo motivan a escribir: Es muy extraño que muy

pocos reseñistas se den cuenta que uno escribe poesía porque uno desea hacerlo. La mayoría piensa que uno

escribe poesía para imitar a Mallarmé o para sumarse a esta o aquella escuela. Es muy posible tener una idea del

mundo que provoca una necesidad que nada puede satisfacer salvo la poesía y esto nada tiene que ver con otros

poetas o con ninguna otra cosa.

Stevens estaba lo suficientemente enterado para no ignorar que la poesía no puede expresar un sistema

filosófico y compartía con Williams el credo que dice “no ideas sino la cosa misma”, pero su verdadera preocupación

fue el pensamiento y las impresiones: el acto intelectual de percibir las cosas.

En los poemas la imaginación está contenida, pero una corriente subterránea la desborda. Poesía en su

más pura expresión. Pero hay un peligro: las voces de esas máscaras son huecas. En la poesía de Stevens el ruido

del mundo quedó fuera, sólo le interesaba la comedia del arte y sus máscaras; sin embargo, la fuerte carga poética

de sus textos se debe a que el lenguaje, a pesar de toda intención de pureza, es una creación humana.

Las vanguardias del siglo XIX que se proyectaron intensamente hacia las primeras décadas de este siglo,

son ahora la tradición de nuestra modernidad. Ya no es una proeza en nuestros días intentar la lectura de Stevens,

sin embargo entre nosotros sigue siendo un poeta cuasi-ignorado. 

 

 


 

 

 

 

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