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el muerto

Este hombre nos mira con los ojos negros o vacíos de la muerte, está ya al otro lado, nos observa desde fuera de la vida.

Tiene también las manos de difunto, grandes y gruesas como las de un pelotari. Es un hombre solo, individual y desocupado,

que espera que le traigan la camisa blanca recién planchada para quitarse las orejas enormes y el careto fúnebre y ponerse las

espuelas de plata para salir andando de puntillas, como un reverendo.

Aunque está en un trance cornudo, no se despega de su cosa muerta, no se acaba de soltar de su fallecido asunto, se ha

quedado entre ponte bien y estate quieto. Como está más allá que aquí, sabe que ha de hacer algo, pero no sabe exactamente

qué ha de hacer, que es, simplemente, acabar de morirse y entregar el alma, sin quedarse nada para después, porque la

muerte es un gran nunca.

Si está en un error de perspectiva puede pensar -sinceramente- que todo el personal se está yendo del mundo, de la vida,

y que lo están dejando solo: incluso tendrá que cuidar del perro.

En suma, hay que hacerle sospechar, de algún modo, que su historia se ha acabado: que tiene que atar la cuerda o soltarla,

pero dejarse ya de nudos raros. Quizá si empezáramos a hacer circular rumores por el vecindario; si, por lo menos, dejara de

agarrarse a su gran corazón de madera como si fuera un salvavidas.

Ha llegado la muerte: quítate el cuerpo, cierra el aliento, abandona tu orgullo clásico y tus pretensiones de nadador.

Fotografía de Lee Jeffries, Untitled


 

 

 

 

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