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ven, muerte, tan escondida
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Se le ve chungo, como cuando un encendedor se va quedando sin gas y apenas puede hacer
fuego y, de alguna manera, sabe o siente que pronto tendrá que entregar el alma de plástico duro.
Este hombre nos recuerda y no nos recuerda a la Sibila de Cumas, dentro de una botella: cuando
los niños le preguntaban: “Sibila, ¿qué quieres?”, ella respondía: ‘Quiero morir’.
Claro que, para empezar bien —como dios manda—, primero habría que preguntarle: señor, ¿está
clasificado como humano? Sólo vemos unos ojos, una boca, las manos. Va a subir, desde el barro, al
universo sideral, donde están las enormes plantaciones de estrellas.
Tal vez sabía pelar una manzana de una sola vez, y andaba sobre un suelo de confianza, teniendo
dentro un alma buena y un mapa con el nombre de las calles, de las casas, de las personas.
Ahora parece que esté escuchando sonidos generales, confusos, o que esté esperando al tiempo
grande, siempre devorado por los minutos minúsculos. Hay en el ambiente, en el aire escaso, en su piel,
una amenaza de tinieblas o de tortura; un extenso y crudo olor lento, a frustración, como cuando alguien
se muere con los ojos abiertos. Quizá espere la llegada de un mecanismo en bloque, rico en vinagre malo,
como un reloj de pared que comiera cabezas, oídos, músculos pequeños.
Ahora ya sabe que puede doler en sitios que ni siquiera sabía que tenía dentro. Este asunto sucio
de que no sepamos en concreto, en singular, en persona, por dónde tenemos que esperar a la muerte, y
cómo tenemos que tratarla, y si se vale o no se vale huir de ella, o defenderse de su tirón.
Es como si viniera de un hombre a medias, de medio hombre, y no sabe qué hacer con tanta hoguera
apagada, con tantos kilos de ceniza entre el corazón y las entrañas, con tanta asfixia.
Soñé que estaba en el ataúd, el sudor bañaba todo mi cuerpo; yo quería gritar:
—¡No puedo morir! ¡Si aún no he vivido!
—¡Y quién ha vivido! —me respondió un coro de voces.
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Fotografía de Lee Jeffries, Untitled
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