vecinita

vecinita, ¿dónde está mi sepultura?

Sin duda, estamos de parte de esta buena mujer, tanto si pide como si da limosna a

los viandantes. Ella está en una actualidad seca, que viene a ser cuando el tiempo tiende a

repetirse o a parecerse a sí mismo, pero su trabajo la obliga a esta espera con paciencia,

parecida a la de un pescador de caña.

Cabe mucho entre sus ajustadas medidas de tamaño internacional: la parentela, los

caballos, la lluvia con alcoholes y el horizonte bocabajo; y cada cosa con su órgano bueno

o con su cola o con su huevo negro.

Aunque, según el Tratado del alma, tiene también un mucho inmenso, como una casa

grande que apenas puede contener sus prontos y, a veces, tiene que abrirse y soltar su carne

rota.

‘Vecinita, ¿dónde está mi sepultura?’ —le preguntaría el poeta, por si acaso ella tuviera

la respuesta.

Parece también, sin embargo, uno de esos seres que necesita arrimarse, apretarse,

apretujarse, abrazarse, arrebujarse cada cierto tiempo para estar segura de que sigue

existiendo, de que no se ha muerto ni ha desaparecido; para sentir que no se está

disolviendo en el aire, evaporándose como un frío y soso fantasma.

Ay, niña, ¿con qué oreja escucharé tu silencio? ¿qué hueso quitarme para entender tus

razones? ¿cómo llegaré a tu mañana sin pasar por tu ayer? ¿con qué viento despertarte si te

duermes?

Fotografía de Lee Jeffries, Untitled


 

 

 

 

 

 

 

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