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ella
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Ella ha dejado de estar desplegada en el espacio y se ha tendido en la cama, superpuesta y recogida en sí misma,
de manera que podemos apreciar uno de los desarrollos de su cuerpo muscular. Cuando la miro de verdad, queriendo
ver lo que hay dentro de su cuerpo, detrás de su piel, dentro de su boca, sólo veo la penumbra del ser y el espectro fluvial
en que arde el oro, pero todo en difunto y en contradicción.
Tal vez acercando a ella la oreja de escuchar, oiríamos el silbido penetrante de sus ácidos homicidas, o sus venas
llenas de dinero o de amor, o las máquinas cosedoras de sus costados, o las burbujas gruesas de su sistema nervioso
licuándose.
Pero somos ignorantes, impuros, apresurados, indignos: ni siquiera sabemos con certeza si un recuerdo es algo que
se tiene o algo que se ha perdido, y acabamos diciéndonos: posiblemente las dos cosas. Ni siquiera podríamos responderle
si ella nos preguntara si se encontrará, en el cielo, con el hombre de neandertal.
Con todo, tal vez podríamos tranquilizarla en relación con la muerte, ya que (casi) todos conocemos a muchas
personas que creen que existen sólo porque están vivas: le diríamos a ella, con suavidad, que pueden quitarle la vida,
pero que nadie podrá quitarle su existencia, que incluye también todo su pasado: pero no sólo del tiempo, sino también
el pasado de su eternidad.
Y bueno, con el sistema eléctrico del cuerpo congelado en un cortocircuito de fusibles, tenemos que dejarla en su
destino, ahora que está hermosa como las mujeres que aparecen en los sueños de los buscadores de oro.
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Fotografía de Lee Jeffries, Untitled
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