–
–
–
Ramón y las vivas
–
–
Ya de muy niño, Ramón tuvo de novia a la hija de una portera. Nos confesará en seguida su pasión por las mujeres, por la mujer,
e incluso su pasión concreta por las hijas de las porteras. Siendo adolescente entra en relación con Carmen de Burgos, escritora mayor
que él, mujer de izquierdas, y cabe pensar incluso, por lo que Ramón entreconfiesa, que andando el tiempo tuvo relaciones también con
la hija de Carmen de Burgos.
Hay un momento de su vida en el torreón de Velázquez en que cuenta que le visitan tres mujeres por semana, en días alternos,
dejando los días de en medio para que limpie la criada. Los domingos se los dedica a Carmen de Burgos, a la que visita ya vieja, y a
la que seguiría visitando incluso, hasta la muerte, después ya de casado, instalado en Madrid con Luisa Sofovich.
Un domingo, Carmen de Burgos le dice que ha estado muy inquieto todo el día el pájaro que tiene con ella en su habitación de
enferma. En seguida le comunicarían a Ramón la muerte de Carmen de Burgos.
En otro momento confesional, Ramón nos dice que todas las noches de su vida ha reposado la mano en ese arco que es la cadera
de la mujer dormida. Ramón escribe mucho sobre la mujer, pero sólo dedica un libro a una mujer concreta: es una biografía de su tía
Carolina Coronado, que por cierto vio muy mal los comienzos literarios del sobrino, comienzos que ella alcanzó en plena vejez.
Sí dedica Ramón un libro entero a la mujer en general, y ese libro es Senos, que ya hemos citado. Entre las muchas definiciones
que ha hecho Ramón de la mujer, como de casi todo, figura ésta de un radicalismo esquemático y expresivo: «La mujer es un triángulo
hirsuto.» La mujer es literariamente para Ramón lo que ha sido ya para toda la literatura de nuestro siglo: mujer metáfora.
La mujer, en la literatura, lo ha sido todo, como sabemos: diosa y esclava, el Ideal y la musa, la Virgen y la serpiente. Todo, menos
un ser humano. El hombre, inevitablemente, ha malentendido a la mujer, a la hora de escribir, porque la relación hombre/mujer ha
estado y estará siempre sugestionada por el trámite sexual. El escritor, que no es sino una exageración del individuo, una forma
exagerada de vivir y de sentir, ha combatido y exaltado a la mujer como toda la humanidad masculina.
El psicoanálisis y la sociología han dejado ya suficientemente claro, hasta dar en el tópico, el complejo colectivo e individual del
hombre frente a la mujer. Freud dice que la mujer es enigmática porque tiene los órganos sexuales en el interior del cuerpo, invisibles.
La política y la sociología han intentado corregir en buena medida los abusos y explotaciones a que se ha sometido a la mujer por vía
de humillación o por vía de exaltación, desde la diosa a la esclava. La relación hombre/mujer está sin resolver, y de esa irresolución
han hecho explotación las sociedades de todos los tiempos.
En cuanto a la cultura, ha colaborado, por una parte, a la perpetuación de la mujer-objeto, aunque fuese a veces un objeto divino
o sacro. Y, por otra parte, ha reflejado los sentimientos personales del artista, del poeta, frente a la mujer: un complejo compacto de miedo,
atracción, odio, inseguridad, fascinación, sentido de la propiedad, sentido de la posesión, etc. Todo ello es muy conocido y debatido en
nuestro tiempo de grandes luchas feministas.
La literatura moderna, superada la mujer sin alma de los griegos, la mujer diosa de Berceo, la mujer maligna de los románticos, ha
entendido a la mujer como metáfora, como ser metafórico. Contra esto se levanta Simone de Beauvoir, denunciando que el trato que dan
a la mujer los surrealistas —Breton, Éluard y otros grandes cultores de la mujer— es también alienante, tanto como el trato cosificador del
pasado, porque la mujer no es un objeto poético, sino un ser humano.
Tiene toda la razón Simone de Beauvoir, pero, en su radicalismo político y feminista, olvida los factores irracionales que funcionan
siempre en la relación hombre/mujer. No debe repetirse ni perpetuarse la secular explotación material o psicológica de la mujer, pero es muy
difícil —y quizá contraproducente— llegar a una relación de hombre-a-hombre entre el hombre y la mujer. Esto supondría la deserotización
absoluta de la vida. Y por lo tanto la interrupción de la vida.
Ciertos positivismos de izquierdas han llegado a propugnar una relación hombre/mujer a nivel de camaradería y zoología, libre de
connotaciones eróticas o de sugestión personal, cosas siempre irracionales. Esto viene a ser, por el otro extremo, lo mismo que antaño
se proponía la religión, fundando el matrimonio en la reproducción y condenando toda forma de seducción o placer gratuitos, marginales.
La pareja como factoría reproductora de la vida puede llegar a ser un ideal de todas las Iglesias de derechas y de izquierdas, pero la
relación hombre/mujer seguirá estando regida e iluminada por el erotismo, como en ciertas especies animales, incluso, y el erotismo es
sexualidad sobrante, suntuosidad de la vida, exceso y lujo de la naturaleza.
Este alrededor suntuario de lo sexual es lo que ha cantado la literatura de diversas formas en las diversas épocas, y es lo que en nuestro
tiempo acuña la mujer metáfora, que nace con el surrealismo y que no es ya la diosa de los orientales, la Virgen de los católicos, la dama de
los caballeros ni la amada ideal de los románticos. Se diría que la mujer viene librando una lucha, a través de las literaturas, por escapar a
las distintas alienaciones por sublimación en que se la viene capturando.
Lo último, lo de nuestro tiempo, como decimos, es la mujer metáfora, desprovista ya de connotaciones morales positivas o negativas,
porque el arte en general se ha liberado de esas connotaciones. La mujer ha dejado de ser un ejemplo del bien o un ejemplo del mal —Virgen
o serpiente— en la literatura moderna. Ha dejado de ser un símbolo para ser una metáfora. Ha sido nuevamente capturada, sublimizada,
alienada. La mujer, en toda la poesía moderna posterior a Baudelaire, es ya un ente mágico o metafórico, una metáfora del mundo y, sobre
todo, una metáfora de sí misma.
Liberada de la cristalización moral, ahora cae sobre ella la cristalización estética. Y de esta última prisión le será más difícil liberarse,
pues que está más cerca de la realidad, de lo que toda mujer es para el hombre que la ama o la desea: metáfora.
¿Metáfora del mundo, de la belleza, de la vida? Sí, y sobre todo, metáfora de sí misma. El que desea a una mujer no ve la mujer
que ve, sino la que cree ver. El poeta escribe siempre en celo y crea una mujer metafórica que sólo deviene cotidiana después del orgasmo.
Aquí una cita de Jules Laforgue —aquel pequeño Baudelaire— que hemos utilizado mucho: «La mujer, en el fondo, es un ser usual.» Pero
quizá nunca llegará la mujer a ser un ser usual para el hombre, y menos para el poeta. Nuestro tiempo participa plenamente del mito de la
mujer-metáfora, degradada comercialmente en mujer-objeto mediante el erotismo de masas.
La mujer puede y debe redimirse en todos los aspectos sociales y económicos, pero en la relación sexual —de la que nace el arte y
la literatura— seguirá portando una aureola extraña, como el hombre para la mujer, que no es sino la captación torpe que tienen aún
nuestros sentidos de las descargas magnéticas del sexo.
Ramón participa del mito de la mujer-metáfora, que nace de los surrealistas, como ya hemos dicho, y que no ha sido sustituido en lo
que va de siglo, salvo las degradaciones comerciales o los nuevos naturalismos literarios que explican el erotismo como una anatomía de
matadero.
Ramón metaforiza siempre a la mujer, la pone en conexión con el mundo, hace de ella el lugar de todas las transformaciones y todas
las relaciones de las cosas. La mujer, en la literatura moderna, es siempre un poco como la famosa novia de Duchamp, «desnudada por
sus solteros». La mujer, para Ramón, es metáfora de sí misma, y no hablemos ya de la irrealidad de sus mujeres de novela. Pero hay otra
vía más viva por la que Ramón llegará a la mujer viva no metafórica ni metaforizada: la vía de la cotidianidad, como siempre.
En Senos, uno de los breves capítulos se titula «Los senos de la que va por café». Al principio hemos reseñado la pasión ramoniana
por las hijas de las porteras. Ramón, el hombre que se ha propuesto ser feliz, como proyecto vital, y serlo a nivel de cotidianidad, sin alardes,
excesos ni riquezas, encuentra en la mujer el único paraíso natural posible y perdido que nos queda.
Esas mujeres cotidianas de Ramón, que van a por café, que asoman sus senos a la ventana, que tienen senos de nadadora o senos
de hastío, que son niñas de Conservatorio, que tienen senos de viuda o senos endomingados o senos de enferma grave, las criadas, las
ennoviadas, las madres, las tenderas, las tontas, las cursis, las amantes del escritor, en fin, son las mujeres de verdad, son la mujer, la otra
mitad de la vida, lo que él ha descubierto como circunferencia preferida —la mujer sí que es una circunferencia— para estar dentro del
tiempo.
Por debajo del mito literario de su época, por debajo de la mujer-metáfora, Ramón, con su sentido de lo cotidiano, encuentra la mujer
real, la compañera, el ámbito único de todos los asentimientos, que es el cuerpo femenino. Lo otro, la mujer-metáfora de los surrealistas, se
le queda en mujer de cera. La muñeca de cera con la que irónicamente convivió unos años.
–
–
–
–
–
–
–
–
–
–
Francisco Umbral
COLECCIÓN AUSTRAL
LITERATURA/CONTEMPORÁNEOS
Segunda edición: 15-III-I996
Editorial Espasa Calpe, S. A.
PRÓLOGO de Gonzalo Torrente Ballester
RAMÓN Y LAS VANGUARDIAS
–
–
–
–
–
–
–
–
0 comentarios