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Tribuna/Tribuna libre
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Las auroras de otoño de Wallace Stevens iluminan el invierno de Harold Bloom
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Por Miguel Veyrat, miércoles, 18 de abril de 2012
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Harold Bloom quizá no sea considerado por muchos como el mejor profesor de literatura del mundo, aunque sí como uno de los
más reconocidos por sus devociones incontestables a la literatura anglosajona y, sobre todas las cosas, por su inmensa capacidad
de lectura y actitud docente.
Harold Bloom es sin duda el lector que más libros ha consumido, comentado y explicado dentro de la generación académica que se
extingue. Entre los lectores comunes, los que compran sus libros pagándolos en las librerías, perdura el brillo del Harold Bloom que
obtuvo un éxito planetario por El canon occidental , en el que estableció la autonomía de lo estético como criterio de formación del
canon literario, a Shakespeare como centro y clímax de dicho canon y la importancia decisiva de su influencia en los autores que él
consideraba “canónicos”. La parcialidad de Bloom fue sin embargo ampliamente contestada, y en lo que a la literatura en lengua
española se refiere causó verdadera estupefacción que el autor escogido para representar a sus poetas contemporáneos fuese el
poeta “anglosajón” por excelencia en lengua española, Jorge Luis Borges, también excelso escritor sin discusión alguna.
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Mas en esta recopilación que comentamos, La escuela de Wallace Stevens, editada y traducida por la discípula del catedrático de
Yale Jeannete Lozano Clairond, editora de Vaso Roto, no puede darse ese bache casi abisal de aquella su obra cumbre pues todos
los poetas reseñados pertenecen a un área de influencia concreta —“lugar” adorado por el profesor Bloom— o más bien a una
“escuela” formada por los herederos de Wallace Stevens, “creador que navega con la vela en llamas” en acertada metáfora, y que
surca incendiando todo aire que espira el gran poeta modernista.
Afirma Lozano Clairond en su texto introductorio, tras asistir a los seminarios de traducción de Bloom, “que una línea de poesía es
una línea de sangre, un linaje, una escuela, una tradición”, entendiendo como tal el conjunto de patrones culturales que una generación
hereda de las anteriores.
Pero también sabremos que “existe un solo libro: suma de voces donde cada una confirma y a su vez desdice lo dicho: reinventa,
transita, desanda (…) pues el mundo se piensa por el arte; estar en una tradición significa no seguirla, romper con el canon, plantear
otras formas de entender y fundar una nueva realidad. La palabra es fruto de lo vivido, y solo lo vivido se puede imaginar”.
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He querido incluir esta larga cita pues representa lo que siempre he creído personalmente
acerca del eco repetido de la voz de los poetas sobre las simas que se abren bajo su vuelo,
sombras reunidas sobre todo en torno a la angustia de la muerte, aunque ello suponga cierta
contradicción sobre el concepto inalterable de los cánones profesado por H. Bloom, que cree
como Platón en el acceso iniciático a lo eterno que supone la extinción de la vida.
Sin embargo, el gran lector y profesor Bloom y su inteligente alumna han hallado juntos en este
libro el resplandor de una luz en las bienamadas auroras del otoño que el gran poeta Stevens
percibe al caminar por la playa como hombre ya viejo exhalando este clamor:
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Y aunque veo, mis ojos están vacíos.
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Otra luz le aguarda más allá de Poniente, sacralizada, pues:
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Hay o debería haber un tiempo de inocencia.
Como principio puro. Su naturaleza es su fin,
Que debería ser, y tal vez no ser aquello
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Que llama a compasión al hombre compasivo,
Como un libro en la noche, bello pero irreal,
Como un libro al amanecer, bello y real.
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Esto es lo que dice sentir W. Stevens en la “Aurora VIII”. Pero el anciano poeta también contempla las auroras como una
gigantesca serpiente que se despliega al conjuro de su penetrante luz cuando la escena se centra en su nido:
“Los ojos abiertos —comenta Bloom— no son sino estrellas cautivas en la aurora, dominio de la sierpe”.
Aunque el poeta dudará: ¿Es la inmensa luz sólo otro origen mítico, el abandono del huevo o bien lo aparente al fondo de
la caverna platónica? Y en los versos de “IX” declara que
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Este es nuestro drama: vivir atados a un sueño.
Tal el destino de la acción del destino.
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Hay pues, o debería haber entonces, como él mismo intuye, solamente mito, engendrado por el sueño y en él anclado…
Pero Harold Bloom no da nunca puntada sin hilo, y en las notas de su seminario trazadas por Jeanette L. Clairond, se apunta que
“el poeta nos entrega el paraíso tal como hicieran Milton, Blake, Dante, Lezama, y que se halla descrito en La Cabala, el misticismo
judío, el sufismo, el atomismo: todo lo que convive y habita en el corazón de esta escuela centrada en la meditación, flujo del brillo
entre la criatura y el Creador.
Stevens escucharía entonces la chispa divina de Meister Eckhart, quien bañado en el pensamiento de Avicena y San Agustín,
imagina la emanaciones que se desprenden de una Emanación Superior.
Este pensamiento —y con ello concluyo para adentrarme en los poetas que escribieron en su estela—, se completa con la
afirmación: “Los poetas aquí reunidos integran misticismo, naturaleza y pensamiento aunque a veces se tenga la sensación de
que han abandonado su religión para sublimarla y hacer de ella gnosis, un saber más que conocimiento, sabiduría, más que
verdad”. Aunque ya en sus “Adagios” Stevens haya expresado claramente su indiferencia respecto a esta:
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A la larga, la verdad no importa.
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Exacto: “Hay o debería haber”.
Un saber más que un conocimiento… he aquí algo que hubiese complacido enormemente a Zambrano, que expresó la misma idea a
lo largo de su obra. Pero que citada en el contexto que se nos propone tiene la virtud de rescatar al poeta, a los poetas, de las
elucubraciones creacionistas que a menudo detectamos en Harold Bloom y algunos de sus seguidores. En este mismo sentido se
expresará Hart Crane “al rescate”, en su obra cumbre, “El Puente”: (…)
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Daos prisa que la verdad nunca es sincera: muerte, sueño y deseo
envuelven en el agua la flor.
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Todos los poetas creen, como apuntala acertadamente la excelente antóloga, que el mundo sería verdaderamente mundo si hubiera
un modo de libertad para modelarlo cada día, porque: (…)
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Ya desnudos, ¿quién puede tolerar la luz?
Y es tan fría la verdad, tan fría
como la rodilla de un gigante,
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en cita de la queja expresada por John Ashbery en su “Mundo Ulterior” para apostar con claridad por la purificación, ascesis órfica que
en opinión del prof. Bloom es la veta nativa en la poesía estadounidense (el orfismo). Como podemos leer en los versos finales de su
poema “Noche en el campo”:
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Hay crecimiento en el conocer.
Quizá podamos permanecer aquí, cautelosos, pero libres
En el límite, según ruede el carro sin vacilar
En el abierto espacio, la increíble violencia y el ceder
La agitación es nuestro camino.
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Debemos sin embargo llegar al principio fundamental sobre el que Bloom, autor de los quince textos introductorios de los poetas
congregados —los dos que completan la cifra de 17 poetas que figuran en el libro, Wadsworth y Li-Young-Li, han sido agregados
por J. L. Clairond— con los que ha querido construir esta “escuela” poética, nueva joya canónica para su corona:
“El impulso poético que afirma el poder de la mente sobre el universo de la muerte nace con Hamlet, pasando por los románticos
tardíos —Milton incluido—, hasta alcanzar la poesía de Wallace Stevens, quien en “Las auroras de otoño” paradójicamente
experimenta este impulso y, aún así, prosigue, a pesar de su aparente derrota. Si existe el poema sublime en la tradición literaria
estadounidense de finales del siglo XIX y primera mitad del XX, “Las auroras de otoño” es a mi juicio, junto con “El Puente” de Hart
Crane, un paradigma a seguir.”
Mas en esta guía del orfismo “à l’américaine”, las raíces sangrantes de la cabeza de Orfeo han dado frutos diversos, aunque sean
pura “nada”, sólo poesía, salvo en la creencia inalienable de uno de sus principios sacrosantos:
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Hablaré a quienes es lícito, cerrad las puertas, profanos.
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Sin embargo, aquí, en el fragmento del Canto VI de “la Auroras” también podemos leer que:
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Es nada si no está contenido en un solo hombre,
Nada hasta que pierda su nombre y sin nombre
Quede y se destruya. Él abre la puerta de su casa
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En llamas. El creador con la vela observa
Un boreal resplandor ondeando en el marco
De todo lo que es él. Y siente miedo.
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Es en este postrero “sentir miedo” ante el sobrevuelo del abismo al que está abocado el ser sabiéndose profano ante lo desconocido,
donde se contiene toda la esencia de la poesía, sea norteamericana o escrita en sus antípodas: el creador libra en su interior la
batalla entre lo consciente y lo inconsciente e intenta reimaginar su propia realidad en el poema que cuelga del contexto de la historia
de la palabra hablada y luego escrita.
Lo cuelga entre Cénit y Nadir y lo abandona a su suerte mediante signos inteligibles en la lengua que tiene a su alcance. El universo
poético, como decía Vico y aduce Bloom, se conforma mediante imágenes ambivalentes, inciertas, nombradas con el fin de encontrar
aquello que las origina: Verum, ipsum, Factum, “el resultado del hacer” que nos guía en el tránsito del desierto del silencio.
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Ahora bien, como todo poeta se nutre de su circunstancia personal, de su propio caminar sobre el alambre/puente de plata y nube
sobre la sima que separa muerte y vida, de sus vivencias infantiles, enfermedades, amores, miserias o placeres, lecturas y carencias,
diremos que toda norma preestablecida para juzgar su obra suele ser injusta o incompleta.
Por ello, tras las directrices marcadas por el maestro Bloom y recogidas admirablemente por J. L. C. en sus impecables traducciones
e introducción, trataremos de retratar con flashes rápidos (“rayos que no cesan”) algunas flechas del pensamiento bloomsténico sobre
cada uno de ellos, dejando en cada una la muestra de su opinión —muy resumida, forzosamente— y de alguna estrofa o “morceau
choisi” propio de cada uno de los poetas, cuestión de brevedad necesaria en un ensayo periodístico que pretenda ofrecer un panorama
lo más completo posible al curioso lector.
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El libro y su calidad académica e histórica lo merecen. Resaltemos sin embargo antes de comenzar, que aquello que predomina a mi
juicio en todos ellos, respetando los criterios del autor, se trata de la Ananké, esa Ausencia que es raíz fundamental en todo orfismo
—junto a las deidades predominantes, Eros o Fanes y Dionisio-Baco.
La consecuencia, para todo amante de la historia del pensamiento norteamericano, sería que de una base religiosa hondamente calada
en su sociedad, los poetas han escapado de las certezas que ofrecía —como al propio Orfeo— el culto “políticamente correcto” a Apolo
(el Sol león) para escoger la humilde yerba donde, aunque seca, podían escuchar “el alma de la tierra” en su plenitud, barro rojo de vino
y sangre sobre la que danza Dionisio. Comencemos pues, entrecomillando las valoraciones magistrales:
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Wallace Stevens (1879-1955): Bloom dice de él: “El hombre que camina por la arena —el poeta de sesenta y ocho años— se queda
en blanco, observa un vacío, su mirada habita en la blancura, en el contexto de un hueco universal, al darse cuenta de lo insignificantes
que le resultan todos sus poemas. La aurora boreal, al amplificar el cambio, lo confronta con la ruina.”
La memoria se diluye en el resplandor de aquella luz, se convierte en significantes como estos versos:
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Aún así, ella se destruye, se disuelve.
Ella da transparencia. Pero ha envejecido.
Su collar está tallado, no es un beso.
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Las suaves manos son ademán, no caricia.
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Hart Crane (1899-1932): “La negación o limitación en Crane es un Destino que apenas difiere del de Eliot. Toda la coda de la poesía
de Crane, así como la de su vida misma, es “La Torre rota”, donde la transmutación órfica permite el triunfo final”:
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Y entré así al mundo roto
Para rastrear la visionaria compañía del amor, su voz
Un instante de viento (hacia dónde arrojado)
Y sin aferrarse a una desesperada decisión.
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“Al morir, Crane poseía aún el “privilegio de la juventud”, y “La torre rota” es la única conexión que lo confirma, pues su acerado
conocimiento, al ir contra sí mismo, le permite reconstituir la poética estadounidense, pneuma o destello de una gnosis.”
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Elizabeth Bishop (1911-1979): ”En “El Fin de Marzo”, poema supremo de Bishop, culmina el maravilloso tropo del “sol león” de origen
stevensiano, aunque aquí sea utilizado contra la figura del pensamiento de Stevens, para quien el león es emblemático, tanto de la
poesía como de la fuerza destructora; o del poeta cuando intenta utilizar el poder de su mente sobre el universo de la muerte. El gran
esplendor de esta figura se halla en “Una noche más en New Haven”:
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Dios de cada león del espíritu
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es un gato si acaso una lisa transparencia
que solitario brilla con nocturno brillo.
El gran gato debe perdurar poderoso frente al sol.
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May Swenson (1913-1989): “Al igual que en “El Puente” de Crane, Swenson intenta prestar un nuevo mito a Dios, quien
seguramente lo requiere. Todo menos mormona en cuanto a sus creencia familiares, poseía sin embargo una sensibilidad
mormona, y creó una serie de dioses al modo de los Zoas y Emanaciones de Blake y de Enoch, el Metatrón de la Cábala.
Uno de sus poemas por los que siento mayor inclinación se titula “Vasta Naturaleza”, con su maravillosa transformación
de la Naturaleza en un Hombre-Dios”:
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Las generosas caderas expulsan al pequeño dios
desde coágulos de selva verde
desde la región pélvica de las montañas
Se cría en los henchidos pechos de las nubes
lo mecen los brazos del mar
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Amy Clampitt (1920-1994): “Poeta que en su mejor momento se une a Marianne Moore, E. Bishop o May Swenson; es parte de una
tradición que incluye a Emily Dickinson y W. Stevens y que culmina con “Se abre un silencio” que junto con “Hacia el Oeste” establece
un esplendor canónico que los hábiles lectores nunca permitirán que muera, como este fragmento”:
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Más allá del tapiz
del unicornio la doncella
(por el hombre creada por gusanos devorada)
Dios en su cadera
incipiente
sin transfigurar
algodonados
jacinto y prímula
crece silvestre una fresa
desazón terrores nocturnos
desvanecida luz terrena
sobrenatural mascarada
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(seremos transformados)
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se abre un silencio
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James Merrill (1926-1995): “Merrill no deja de asombrarme. Creyó en un futuro civilizado, como lo muestra en “Perdido en la
traducción” y en “Las cataratas de McKane”. Sin duda estamos ante un artista del verso comparable a Milton, Tennyson y Pope,
y que será recordado como el Mozart de la poesía estadounidense, como un clásico del barroco, maestro de la cambiante luz,
manifestación de una perfección que destruye”. De “El vaso roto”, estos versos:
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Ni lúcido ni autocontenido artificio,
Al fin, solo fuego y hielo,
Un mundo en peligro. ¿Cómo triunfa
El vaso a pesar de su escasa notoriedad
Y defiende la armonía frente a la disonancia
Y de fragmentos crea otro, íntegro,
Dentro de nosotros, que sentimos
Nunca ha de romperse, o tornarse menos generoso?
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R. Ammons (1926-2001): “ Ammons, en particular, se presenta como el poeta del intransigente control geométrico de la tierra sobre
los hombres. “Ensenada Corsons”, como otros poemas, es sublime en su vacío y apegado a la magia de la línea pura del límite, la
frontera absoluta. Esto significa sabiduría y derrota. Ammons tuvo que aprender a ser distinto de lo que era y regresar de nuevo a los
orígenes, con una exigencia cada vez mayor. El canon de la poesía estadounidense lo insertará en la tradición quizá mas
profundamente de lo que él mismo pretendía”:
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(…) ningún camino de ida es para quedarse, quédate
aquí, la manzana una manzana con su propio matiz
o pincelada, el trago de agua, el sorbo.
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John Ashbery (1927): “Su primer libro “Ciertos árboles” se mantuvo como promesa durante mucho tiempo, promesa que finalmente
se cumplió. Ahora Ashbery se acerca a lo que es un gran poeta. “Alivio súbito” habla por la vida artística de su generación, pero
sobre todo por el sentimiento generalizado de despertar al riesgo y peligro de la situación marginal de un hombre en el umbral de
la madurez, (…) Ashbery dirige la adoración dionisíaca principalmente a la Ausencia”:
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Para reducirlo todo a su mínima expresión,
Y al fin libres, insignificantes frente a nuestros límites.
Esa era nuestra ambición: ser pequeños, claros y libres.
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S. Merwin (1927): “El acento de la tradición Pound-Eliot fluye interminable en la más autoconsciente desnudez de estos versos,
y aún reconociendo que el último Merwin apenas si se aproxima a esta imposible autocreación, me parece más impresionante.
Esta aguda fase se percibe como un constante intento de fe en si mismo, bajo la convicción de que solo de esta manera podrá
el poeta ver”. Frg. de “Para el aniversario de mi muerte”:
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Cada año sin darme cuenta dejé pasar el día
Y Cuando las últimas llamas se despidan de mi
Y el silencio se ponga en marcha
Viajero incansable
Como fulgor de una estrella sin luz
Entonces ya no sentiré
Que estoy en el mundo con un traje ajeno (…)
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John Hollander (1929): “Así como los hombres alcanzan tardíamente la visión adecuada de la mujer (el mundo de Hollander
aparece impregnado por la obsesión de Lilith, la primera mujer de Adán según el Zohar —la acotación es mía), así los cabalistas
y gnósticos alcanzan tardíamente la visión de la divinidad. El logro de John Hollander consiste en haber sido capaz de asumir
esa tardía revelación o divinidad o apertura a la entrada de la mujer en su mundo. Mezcla del temperamento gnóstico o cabalístico,
su logro esencial es soñar sus propias pesadillas y haber alcanzado, si no lo universal, sí el situarse atinadamente en el
predicamento de la poesía contemporánea”. Frg. de “La cabecera de la cama”:
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¿Dónde es dónde? Donde la fragilidad del instante
se extiende en el débil muro, donde la filigrana ámbar
como una veta de oro en el mármol es su almohada.
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Donde tupidas parras se aferran frías a lo blanco
De su ojo haciéndose polvo, donde la cabellera
Traspasa el mundo. Aquí es donde. Y allá
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La calavera que reconoce un muro lejano:
Dos ventanas vacías, con persianas y entre ella
La mancha oscurecida del espejo. (…)
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Mark Strand (1934): Bloom dedica la mayor parte de su reseña sobre Strand a vincularlo con la voz de su maestro Stevens,
sobre todo en el poema “Bahía Oscura”, que alaba “como una maravillosa muestra del talento, tal vez más reservado que
expansivo” del poeta. Tras dejar abundantes muestras de tal devoción, Bloom reconoce que en “Una noche más en New Haven”,
Strand “con innegable talento se desvincula de su maestro al evocar el vaso de leche, despojando al texto de toda posibilidad
metafísica”. Frag. de “Elegía para mi padre”:
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Todo ha terminado y nadie te conoce.
Hay una luz estelar deslizándose en el agua oscura.
Hay piedras en el mar que nadie ha visto.
Hay una ribera y gente esperando.
Y nada retorna.
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Charles Wright (1935): “Se asemeja en su generación a Marck Strand; no porque uno recuerde a otro, sino porque ambos
destacan por la seriedad y excelsitud de su obra y heredan, además, lo mejor de sus inmediatos antecesores, John Ashbery,
James Merrill y A. R. Ammons. El propio modo de trascendencia negativa de este poeta americaniza el gnosticismo antiguo
con mayor profundidad de la que hubiera imaginado. Charles Wright posee el arte único de levantar de sus tumbas a poderosos
poetas muertos y realiza su resurrección sin timidez.” Frag. de “Retrato del artista con Hart Crane”:
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Finales de agosto en Venecia, afuera, después de almorzar, Hart
Apaga la colilla de su cigarro en un vaso de vino,
El semblante humedecido y aséptico,
Encierra la palidez de la muerte o la suavidad de una nube.
El brillo líquido de su porvenir se adhiere aún a la pérgola.
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Jay Wright (1934): “Me atrevo a profetizar que Jay Wright se revelará como un Dante afroamericano. Cada vez tengo más la
sensación de que habla por mí. La religión africana occidental me parece el punto de origen más acorde con nuestra gnosis
americana, ese sentimiento de que existe un pequeño hombre o una pequeña mujer dentro del gran hombre y de la gran madre.
El pequeño ser es el pequeño yo, el gemelo o doble, como entrevemos en los tropos de Wright, que aquí sirven de senda al fondo
de la sabiduría”. Frag. de “La doble invención de Komo”:
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Esta es la danza de lo que no cambia
y de lo que cambia,
la intensidad del espíritu
para la tolerancia el mundo.
Conocer es movimiento en el crepúsculo,
un estado de caída en la visión;
uno a uno,
los ojos del espíritu se tocan y crecen.
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Anne Carson (1950): “Doctora en lenguas clásicas, la canadiense Anne Carson es una erudita, poseedora de rasgos definidos
que la distinguen de otros poetas contemporáneos. Además de abrevar con lucidez en la mitología, se ha nutrido de dos de
sus precursoras más directas, Emily Brontë y Dickinson: en ambas encuentra una coincidencia en la forma de abordar tanto la
soledad como su relación con lo divino. “Espuma (ensayo con rapsodia): sobre lo sublime en Longino y Antonioni”, revela la más
alta espiritualidad de Carson. Longino, origen de la crítica literaria, aparece en su obra como la sublimación de una lava que se
expresa como irrupciones o “destellos”, ya que al igual que Longino, parece un volcán en plena actividad”. Poema en prosa
“Caminando hacia atrás”, de “Agua llana”:
–
Mi madre nos prohibió caminar hacia atrás . Así caminan
los muertos, decía. ¿De dónde sacó semejante idea? Tal
vez de una mala traducción. Después de todo, los muertos
no caminan hacia atrás sino detrás de nosotros. Como
no tienen pulmones, no pueden gritar; pero les gustaría
que nos volviéramos para verlos. Son víctimas del amor,
muchos de ellos.
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Henri Cole (1956): Con este gran poeta termina el recuento de Harold Bloom desde el canto magistral de Wallace Stevens
que impregnó a siete generaciones bien dotadas a lo largo de unos ochenta años. Él se detiene en la sexta, representada
por Henri Cole, y anuncia con otros nombres la eclosión de una séptima que apenas es para él una promesa. Sin embargo,
la sagaz Jeannette Lozano Clairond añadirá dos poetas representativos acompañando a Cole, los de William Wadsworth y
Li. Young Lee, para cerrar el libro y el somero recuento de la abundante cosecha. De ellos daremos también una breve
muestra.
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Acerca de Henri Cole, que no acaba de suscitar el pleno entusiasmo del viejo profesor, sin embargo dirá que “No creo que la
década 1996-206 nos haya dado en lengua inglesa otro poema tan permanente y crucial como el “Apolo” de Henri Cole: Puede
triunfalmente sobrevivir a las gigantescas sombras lanzadas por “La Torre” de Crane y “La Caída de Hiperión” de Keats (…)
H. Cole, al igual que Martha Sherpas, es un católico romano hereje. Ninguno de los dos permitirá que Iglesia o Papa legislen
las normas de su erotismo. No obstante, como Hart Crane, me regresan a “La noche oscura del alma” de san Juan de la Cruz
y al “Castillo interior” de Teresa de Ávila. Su temperamento permanece fervientemente católico como un reto a una Iglesia que
afirma un temperamento de trascendencia”. El “Apolo” de Cole cierra con este oscuro aserto:
–
Este no es un poema de resurrección.
El cuerpo secreta sus jugos y luego es polvo.
Este es un poema de insurrección
contra el yo. En el comienzo fue el hijo,
la fijación en la madre, haciendo de sí
un objeto sexual… Ya conoces la historia. (…)
–
William Wadsworth (1950): Respetamos la voluntad de la antóloga de no ofrecer datos biográficos de este poeta que presidió
unos años la Academia de Poesía Americana; tampoco del siguiente, Li-Young Lee, brindado como magnífico colofón. En el
poema traducido por ella, como todos, “Una noche fría el físico explica”, William Wadsworth tras quejarse amargamente de que
según Einstein
–
dos naturalezas complementarias—situadas
en puntos extremos del universo—
pueden intercambiar complementos en un instante sin tiempo.
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(…) poetiza:
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(…) Y sin embargo Einstein lo supo predecir:
Miro tu mirada a través de la habitación,
y en esa mirada conjugamos cada instante
en el tiempo presente. A través del espacio exterior
intercambiamos las pérdidas voluntarias de calor.
–
(…) Pero entre tú y yo, el silencio demuestra
que amamos por leyes que no podemos romper ni probar.
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Li-Young Lee (1957): De este gran poeta americano, nacido en Yakarta de padres chinos, asimismo un breve fragmento
—lástima de falta de espacio— de “La ciudad en la que yo te amo”:
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(…) Pero en la ciudad
en la que yo te amo,
nadie viene, nadie
viene a mi encuentro en las hendiduras de los ladrillos;
en la oscuridad de la brecha.
Ningún dedo me toca en secreto, ninguna boca
prueba la pureza de mi sal,
nadie despierta lo dulce de las células, ni oye el crujir
en las costillas, el tema importante de los huecos;
–
(…) En los sitios excavados
te esperé y no vino el llanto. (…)
–
Lamentaría por último cerrar esta reseña sin citar, no sin admiración por aquel sabio Longino amado por el prof. Bloom, filósofo conocido
en el Occidente ario judeo cristiano como Pseudo-Longino —seguramente para diferenciarlo del falso santo cristiano que hundió su
lanza de centurión romano en el costado de Jesús de Nazareth—, padre de la praxis en la crítica literaria junto al teórico Aristóteles,
sin citar repito a mi venerado Samuel Johnson cuando otorga toda la razón al pensador de Yale al decir que “La función de la crítica
literaria es transformar la opinión en conocimiento”. La lección de tolerancia y sabiduría que se nos entrega a través del libro construido
por Jeannette. L. Clairond con las enseñanzas de Harold Bloom, no la olvidaré jamás. Acaso porque siempre he creído, y su maestro lo
demuestra en estas páginas tal como ella afirma en la introducción, que sea cualquiera la religión que la sociedad de su tiempo haya
introducido en la manzana partida en dos por la fontanela de cualquier niño, cuando éste se convierte en poeta para él todo se resuelve
en búsqueda —a menudo con riesgo de la propia vida, como demostraría la propia leyenda de Orfeo— del Conocimiento, Gnosis en
coincidencia con María Zambrano, repitámoslo: un saber más que un conocimiento, sabiduría más que verdad.
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NOTAS
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(1) Anagrama, Barcelona, 2005. Harold Bloom (Nueva York, 1930) es profesor de humanidades en la Universidad de Yale
y de inglés en la Universidad de Nueva York. Ganador del McArthur Price Fellow y el Premio Internacional de Catalunya,
entre otros galardones, y miembro de la American Academy es autor de una veintena de libros y una de las personalidades
más influyentes dentro del mundo de los estudios literarios.
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(2) Harold Bloom, La Escuela de Wallace Stevens. Vaso Roto Ediciones, España-México, 2011
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(3) Frg. 3: Frg. Derveni col. VII, 8
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