Yo tenía un novio que tocaba en un conjunto beat. ¿Por qué, para qué? Quizá le gustaba la música,
o el ambiente. Sentirse acompañado y tal, no sé. ¿Dónde está Paco? Porque Paco, mi novio, nunca
estaba en su sitio cuando iba a verle tocar la batería.
“De otra, será de otra, como antes de mis besos”, decía para mí, arrebatada de celos.
Pero Paco siempre estaba solo, tumbado en la fría oscuridad, debajo de las tablas del escenario, por
donde pasaba y pasaba el tiempo de la noche lleno de un viento cósmico que devoraba las mejillas de
mi Paco. Su mirada cambiaba de color con las rayas de luz que cruzaban las rendijas.
Cuando llegaba Rubi, los chicos empezaban a ponerse nerviosos y a dar taconazos en la tarima para
que mi Paco subiera a sentarse a la batería. Me gustaba tanto sentir cómo allá fuera, encima de nosotros
y de la ciudad, en las calles, en el cielo, la noche infinita y cálida iba madurando.
Hasta que Rubi perdía su poca paciencia y cogía el micro y saludaba y bromeaba con la gente del público
y despacio, muy despacio, empezaba a tararear L.A. song, y yo, desde debajo del escenario, podía sentir
cómo la gente se relajaba y entonces, despacio, muy despacio, muy despacio, con la lenta suavidad de
la melodía, Rubi, abriéndose un poquito de piernas dejaba escapar una larga y cálida meada.
Y entonces mi Paco decía “la madre que la parió” y, cogidos de la mano, alegres, frescos, salíamos de la
oscuridad al calor sofocante de la noche.
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