Volvió la tormenta que me llama padre, volvió cansada y con las aguas rotas, gruñendo de impotencia,
bramando bajo.
No quise ni verla: iba desgreñada, con las patas sucias y una crencha pegada en la frente.
Durmió dos noches seguidas en la puerta de casa, carraspeando y haciendo ruido con los pies, llamando
mi atención como una niña malcriada.
‘¿Acaso no tienes en el mundo a nadie más que a mí, maloliente criatura?’ –le pregunté desde la ventana.
Enseguida quiso lamerme con su larga lengua roja. No es fácil saber dónde empieza y dónde termina,
conocer los límites de su estruendosa materia viva.
Con un solo golpe de sol su belleza se disolvería en la sombra o en el frío. Le encanta detenerse en
el aire a medio camino entre la nada y la nada.
No la veo masculinamente como a una mujer: es más bien una suavísima suspensión de la realidad entre
algodones sucios; el quiero y no quiero de una oveja casi blanca, con los ojos azules como la nieve.
Tal vez viva por encima o por debajo de sus posibilidades, ajena a las leyes de la atmósfera. Pero ahí está
su belleza cuando se marcha de nuevo, haciéndose valer, distanciándose, rechazando mis besazos tiernos
entre su piel y sus sortijas.
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