Uno hubiera podido perfectamente soñar con Valerija antes de conocerla,
y tal vez ha sido así, adónde irán los sueños que no se hacen realidad.
En cualquier caso, su imagen, su belleza, es un alivio para las neuronas.
Me gustan esos mechones delgadísimos y largos que le interrumpen la cara
sin despeinársela, que le sectorizan el rostro: en una parcela hay un ojo y
media boca; en otra se añade una buena porción de nariz.
Y esos ojos, tan separados que cuesta encontrarle la mirada, que generan
su mirada muy lejos de la cara, de manera que hay que rastrear unos instantes
por el espacio antes de encontrarla, e incluso cuando ya se tiene, se vuelve
a perder con facilidad.
Está hermosa con esas cejas rectas, ascendentes, y con esos pendientes
masivos de geometría dorada, y con el hombro calado, de encaje negro,
y con el pelo desordenado o revuelto como el ruido de la ciudad.
Tal vez la cara de Valerija no está hecha para sonreír, sino para ver o para mirar;
hay rostros que son universales, multifuncionales, y hay otros que están especializados
en una sola función, que se hace más o menos preponderante: el movimiento de
los labios al hablar, el ritmo o la velocidad del parpadeo, la mirada, los ojos de llorar.
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