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Sara está recostada en uno de los troncos del árbol del amor, que tiene la corteza
completamente tatuada, cicatrizada de nombres y de fechas y de corazones.
Quizá está aprendiendo a no pensar jamás en otra cosa que no sea una idea pura,
a no sentir jamás otra cosa que no sea un sentimiento puro.
Sara parece una muchacha precoz, tal vez por su mirada directa que nos escruta
sin inhibiciones; tal vez por su desenvoltura de camiseta desabrochada hasta el ombligo.
De las mangas de la chaqueta –que en vez de puesta lleva contrapuesta- le salen los
brazos flacos, enclenques, huesudos de codos y marcados de tendones.
Tiene el mando de la mirada, de la suya y de la nuestra: si le aburre, si no le divierte
lo que ve en nosotros, desenganchará su mirada y dejará caer la nuestra sin más,
despreocupadamente.
Como sucede con frecuencia con las personas impulsivas, Sara puede ser fascinante.
Está hermosa de impostura: le importa un rábano lo que pensemos de ella porque sabe
que siempre irá por delante de nosotros. Es hermosa como las mujeres que aparecen
en los sueños de los capitanes de fragata, vivísima y peligrosa, juguetona y jugadora.
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