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Cómo adelanta los hombros y cómo se le marcan, así, las clavículas, que se
convierten en dos asas para levantar la tapa del tórax, la tapa del pecho, las tapas.
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Sara está hermosa y grande de rasgos, de facciones, que, además, se le marcan bien,
se le dibujan mucho. Va de traje de baño negro y chaqueta blanca de tweed, con lisonjas
en el cuello y arotes doradamente finos de pendientes.
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Se ha quedado tiesa, fijada en la pose, y a uno le gustaría decirle que ya puede relajarse,
que desmonte el arquetipo y que suelte los músculos somáticos de la cara y del tronco.
Sentada al pie de una columna, con el culo frío de la piedra y aguantando hasta los ojos
en pose inmóvil de farol, Sara se está subiendo al cartel de la vida y de la fama, con caballo
y todo, que es como hay que subirse a los carteles y como hay que entrar en las vidas
ajenas, sin caerse de la montura y sin que la montura se le caiga a uno encima.
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‘¿Qué me da, que tengo ojos? ¿Qué me da, que tengo alma?¿Qué me da, que se acaba
en mí mi prójimo y empieza en mi carrillo el rol del viento? ¿Qué me ha dado, que cuento
mis dos lágrimas, sollozo tierra y cuelgo el horizonte?’ –preguntó el poeta.
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