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He intentado reflexionar sobre el principio de mi historia. Hay cosas que no comprendo. Pero no importa demasiado. Sólo me queda continuar. Sapo no tenía amigos. No, eso no marcha.

Sapo se sentía a gusto entre sus compañeros, sin ser exactamente querido.
Resulta raro que el mal estudiante sea un solitario. Boxeaba y luchaba bien, era rápido en las carreras, se burlaba de los profesores y a veces incluso les respondía con insolencia.
¿Rápido en las carreras? Bueno. Un día, agobiado por preguntas, exclamó: “¡Le digo a usted que no lo sé!” Pasaba la mayor parte del tiempo en el colegio a causa de los castigos y retenciones, y con frecuencia no regresaba a casa hasta las ocho de la noche. Se sometía con filosofía a tales vejaciones. Pero no se dejaba golpear. La primera vez que un maestro, agotada su capacidad de dulzura y de razonamiento, avanzó hacia Sapo palmeta en mano, este se la arrancó de las manos y la arrojó por la ventana, que estaba cerrada a causa del frío invernal. Había motivo suficiente para expulsarlo. Pero Sapo no fue expulsado entonces ni más tarde.

Pensaré con cabeza clara las razones por las cuales Sapo no fue expulsado si merecía tanto serlo. Pues quiero que en su historia no exista la menor sombra posible. Una sombra insignificante, en sí misma, por el momento, no es nada. No se piensa más en ella; se continúa, en la claridad. Pero conozco la sombra, se acumula, se hace más densa, de pronto estalla y lo engulle todo. No he podido averiguar por qué no fue expulsado. Me veo obligado a dejar esta cuestión en suspenso. Trato de no alegrarme. Pronto alejaré a mi Sapo de esta indulgencia incomprensible, lo haré vivir como si hubiera sido castigado según sus méritos. Daremos la espalda a esta nubecilla, pero no la perderemos de vista. No cubrirá el cielo sin que lo sepamos, no levantaremos de pronto los ojos, en pleno campo, lejos de todo abrigo, a un cielo ennegrecido. Esto es lo que he decidido. No veo otra solución. Trato de hacer lo mejor.

A los catorce años era un muchacho regordete, sonrosado. Tenía las articulaciones gruesas, por lo cual su madre decía que un día seria aún más alto que su padre. Curiosa deducción. Pero lo más asombroso era su enorme cabeza redonda, con los cabellos rubios, duros e hirsutos como los pelos de una brocha. Incluso sus maestros reconocían que poseía una cabeza inteligente, y les era tanto más penoso no lograr nada en ella. “Un día nos sorprenderá a todos”, decía su padre cuando estaba de buen humor. El cráneo de Sapo era el motivo de que se hubiera forjado esa opinión y de que pudiera mantenerla contra viento y marea. Pero no soportaba la mirada de su hijo y evitaba encontrarla. “Tiene tus mismos ojos”, decía su mujer. Entonces el señor Saposcat tenía prisa por quedarse a solas y poder examinar sus ojos frente al espejo. Apenas eran azules. “En más claro”, decía la señora Saposcat. Sapo amaba la Naturaleza, se interesaba…

—¡Qué desastre!

Sapo amaba la Naturaleza, se interesaba por los animales y las plantas y levantaba gozoso los ojos al cielo, día y noche. Pero no sabia observar estas cosas, las miradas que les prodigaba no le enseñaban nada acerca de ellas. Confundía los pájaros entre sí, y los árboles; no conseguía distinguir unos cereales de otros. No relacionaba los azafranes con la primavera ni los crisantemos con el otoño. El Sol, la Luna, los planetas y las estrellas no le planteaban problemas. Aceptaba con una especie de alegría el hecho de no comprender las cosas extrañas y a veces hermosas que le rodearían toda su vida y cuyo conocimiento le tentaba a veces, al igual que todo cuanto aumentara el murmullo: “Eres un memo.” Pero le gustaba el vuelo del gavilán y sabía distinguirlo entre todos los otros. Inmóvil, seguía con la mirada los lentos vuelos planeados, la espera temblorosa, las alas que se elevan para caer a plomo, el ascenso violento, fascinado por tanta precisión, arrogancia, paciencia, soledad.

No abandonaré todavía. He terminado mi sopa y he empujado la mesita hacia su sitio, junto a la puerta. Una de las dos ventanas de la casa de enfrente acaba de iluminarse. Cuando digo dos ventanas me refiero a las que puedo ver siempre, sin levantar la cabeza de la almohada. A decir verdad, no se trata de dos ventanas enteras, sino de una entera y parte de la otra. Es esta última la que acaba de iluminarse. Durante un momento he visto a la mujer yendo y viniendo. Después ha corrido las cortinas. Hasta mañana no volveré a verla, quizá su sombra de vez en cuando. No siempre corre las cortinas. El hombre aún no ha llegado. He ordenado algunos movimientos a mis piernas, a mis pies. Los conozco tan bien, que he pedido sentir el esfuerzo que hacían para obedecerme. Con ellos he vivido el breve espacio de tiempo que abarca todo un drama, entre el mensaje recibido y la respuesta desolada. A los perros viejos les llega la hora en que al oír el silbido del dueño que parte al amanecer, con el bastón en la mano, ya no pueden abalanzarse tras él. Entonces se quedan en su caseta, o en su cesto, aunque no estén atados, y escuchan unos pasos que se alejan. También el hombre está triste. Pero el aire libre y el sol le consuelan en seguida, y hasta el anochecer no se acuerda de su viejo amigo. Las luces de la casa le dan la bienvenida y un débil ladrido le obliga a decir: “Ya es hora de sacrificarlo.” Bonito fragmento. La continuación será todavía mejor. Rebuscaré un poco en mis pertenencias. Después esconderé la cabeza bajo las mantas. Después todo irá mejor para Sapo y para el que le sigue, para el que sólo quiere seguirle y dejarse guiar por él, por caminos claros y transitables.

La apacibilidad y los silencios de Sapo no gozaban de mucha aceptación. En medio del bullicio, en la escuela y en casa, se quedaba inmóvil en su sitio, casi siempre de pie, y miraba de frente con sus ojos claros, fijos como los de una gaviota. Los demás se preguntaban en qué soñaba durante tantas horas. Su padre le creía turbado por el despertar de la sexualidad. “A los dieciséis años, yo también era así”, decía. “A los dieciséis años te ganabas la vida”, decía su mujer. “Es cierto”, decía el señor Saposcat. Los maestros de Sapo juzgaban aquella actitud como un puro y simple embrutecimiento. Sapo se quedaba boquiabierto y respiraba por la boca. Es incomprensible por qué esta expresión resulta incompatible con los pensamientos eróticos. Pero, efectivamente, más que con chicas, soñaba consigo mismo, en su vida, en su futuro. Razón suficiente para dejar boquiabierto a un muchacho clarividente y sensible, y para taparle temporalmente las narices.

Pero, para mayor seguridad, me tomaré un pequeño descanso. Esos ojos de gaviota me asustan. Me recuerdan a un viejo náufrago, no recuerdo cuál. Evidentemente, es un detalle. Pero me he vuelto miedoso. Conozco estas frases que parecen insignificantes y que, una vez aceptadas, pueden corromper toda una lengua. Nada es más real que nada. Salen del abismo y no paran hasta arrojarnos a él. Sin embargo, esta vez sabré defenderme. Entonces él lamentaba no haber querido aprender el arte de pensar, empezando por replegar el dedo corazón y el anular a fin de posar mejor el índice sobre el sujeto y el meñique sobre el verbo, como exigía su profesor de latín, y sin prestar atención, o muy poca, al tumulto de dudas, deseos, fantasías y temores que bullían en su cabeza. Y dotado de menos fuerza y valor, él también habría abandonado, renunciando a saber cómo estaba hecho y cómo iba a poder vivir, y viviendo derrotado, a ciegas, en un mundo insensato, entre extraños.

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