Freja está desordenadamente hermosa, a medio ponerse –o quitarse- el vestido, todavía

despeinada, desabrochada, desajustada. Se dice que muchas personas siguen a la multitud

sólo porque temen perderse algo, pero la afirmación debería extenderse añadiendo:

y no solamente a la multitud.

Abrazada a sus brazos y absorta en algún asunto ajeno al de vestirse, Freja no sabe aún

si taparse o destaparse, antes o después, en un lío de poner o quitar que comienza o acaba.

Quizá está en una zona complementaria o suplementaria de sí misma: una vez hecho lo principal,

lo central, que es ponerse el vestido, ahora necesita una ayuda externa, un auxilio de terceros,

para rematar la faena.

Se ha venido abajo desde el arado, quiere y no quiere, y con su gracia equina se ha detenido

al salir de la primera curva, con las apuestas a favor. Está hermosa con esa capacidad completa

para desentenderse de su cuerpo, de sus extremidades, de sus manos, de sus vestidos, y largarse

de sí misma a caballo, al galope, con el jinete por el suelo, enganchado del estribo.

 

 

 


 

 

 

 

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