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Cassi ha aparecido como de pronto, no sé si por magia o por sigilo, pero su boca tiene
unos labios del tamaño del viento y ella no puede dar besos, sino sólo estamparlos.
No se pueden tener semejantes labios –de tamaño, textura, forma y color- sin consecuencias
serias de uno u otro tipo: sus labios desbordan cualquier previsión y, aunque sean dos en
número de unidades y hagan entre los dos una sola boca, conviene corregir de algún modo
la engañosa información de los números en cifras, sobre todo porque son extensos en
longitud como una larguísima playa y, cada vez que se la mira o se la deja de mirar o se la
mira otra vez o se la está mirando, nuestros ojos recorren –sin que lo podamos evitar- esos
labios enormes, irreales, hermosísimos; pasan por ellos, sobre ellos, entre ellos, y nos
quedamos con la acusadísima querencia de quedarnos ahí, indefinidamente, renunciando
a cualquier otra posibilidad del mundo y de la vida: sólo queremos quedarnos tendidos para
siempre en el hueco largo de la boca como en el fondo de una canoa, de una piragua, de un
kayak para navegar lo que haga falta.
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No se pueden mirar sus ojos sin ver sus labios, no se puede bajar la mirada por el escote sin
tener prisa por volverla a subir enseguida a los labios, no se puede apagar la luz sin que la
oscuridad se llene de labios.
Con todo, y escapándose a los labios, Cassi está hermosa de mirada que mira, y de orejas
grandes con un cartílago sólido, y de cejas pobladas en castaño, y de nariz larga a conjunto
con los labios de la boca.
Lleva un sujetador con muesca, con una uve, de un color negro que –visualmente- se continúa
con el negro de las solapas, y así uno acaba no sabiendo si el sujetador hace también la función
de chaqueta o a la inversa, lo que tiene su enigma.
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‘Hay un sitio en el mundo, un sitio grande y otra vez grande’ –dijo el poeta, pero no voy a contar
a qué se refería con ese tamaño dos veces grande, claro.
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