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Tal vez cansada de vivir o de moverse o de hacer cosas o de ser ella misma, Anna
se ha tumbado en el asiento trasero de un coche, desde donde, a veces, las cosas
parecen más fáciles, menos difíciles, quizá porque, cuando está en marcha, yendo
de un sitio a otro, un vehículo automóvil va dejando atrás los paisajes, las ciudades
que atraviesa, los puentes que cruza: lo que viene a ser como si los tirase después
de usarlos, gesto que libera a los que van en el coche, ya que van arrojando también
el lastre de sí mismos, se van quitando de encima pesos muertos y vivos, se aligeran
de paisajes feos, de pueblos absurdos, de escenarios muertos de su propia vida.
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Un automóvil es, además, la velocidad: el tiempo más veloz, la negación o anulación
del tiempo lento y fatigoso de ir andando por la vida a la ridícula velocidad de los propios
pasos. De pronto, uno se sube a un coche y se deja a sí mismo en la acera, resignado,
mientras se venga, se resarce en el vehículo de todo un día de caminar con dolor de
zapatos y cansancio de piernas.
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Anna está hermosa de vehículo y de piernas cansadas y de sandalias para andar, ahora
que va camino de la velocidad ultrasónica del sueño.
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