Kirstin está antes de todo principio, antes de cualquier inicio: parece tan inocente y tan indefensa

que no ha podido tener todavía ningún contacto propiamente dicho con la vida, con la realidad,

con las cosas del mundo y tal.

Descendiendo y subiendo de sus pulmones sólo tiene una respiración de aire oxígeno; sólo utiliza

su esófago puro para tragar agua y alimentos irreprochables; se corta las uñas de los pies y,

casi diariamente, se afeita la barba y el bigote.

Aún no se ha bajado del cervatillo, del bambi de sí misma, y a veces aún se cae, por torpeza,

desde lo más alto de sus piernas, demasiado largas, pero en su suelo abundan las flores que acolchan

sus caídas, y el conejito listo que es su amigo nunca está demasiado lejos.

Aún esconde la mirada y aún no sabe qué hacer con las manos, de uñas ya afiladas y pintadas como

uñas de mujer. Su cuerpo entero le parece obvio, evidente, innecesariamente visible: una grosería

o una obscenidad que le gustaría poder ocultar, aunque luego se busca en el espejo, desnuda,

con algo de miedo y con mucho de fascinación.

 

 

 


 

 

 

 

 

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