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Freja está recostada en pura diagonal geométrica, con unos zapatos en primer plano del espacio
que tienen la gracia artesanal de una bomba casera.
Allá, al fondo, está su mirada, que es –quizá- el rasgo que más –y mejor- la representa y la contiene.
Entre los zapatones y la mirada tenemos a Freja propiamente dicha, con su longitud humana y
personal, sus piernas de corista y un jersey peludo de color azul cielo que apenas deja transpirar.
Tranquila de manos y con las uñas de verde botella, Freja nos mira con dura seriedad y con el pelo
entre desordenado y no peinado.
Traduciendo su mirada al lenguaje dialectal, viene a decirnos por qué no la dejamos en paz, qué
queremos de ella, qué pasa ahora, qué pasa, qué miramos.
Es una mujer con su propia historia y con sus pantaloncitos, alta de palos y con el carácter borde de una
marquesa, lleva algún tatuaje aquí y allá y unos calcetines cortos de color naranja para proteger sus
dulces pies del efecto corrosivo de las bombas caseras, que van con mucha metralla.
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