Las miradas azules nos inquietan por el prestigio que tienen entre nosotros; prestigio que proviene

de su (relativa) rareza: en un país donde está generalizado el uso de los ojos castaños, marrones o

pardos, oscuros y negros, toparse con una mirada azul es un susto, porque una mirada azul es irreal:

nos parece un asunto transgénico o transatlántico.

Las personas de ojos azules ha sido como abducidas por alienígenas: son siempre extranjeras entre

nosotros: provienen de otra raza, de otra especie, de otro pueblo.

El azul de los ojos azules proviene de sustancias celestes o acuáticas y no sólo de la tierra que

pisamos cada día, que es de donde proviene, sin más misterio, el color de los ojos pardos.

El susto de ser mirados por unos ojos azules equivale al temor a lo sagrado y a lo desconocido:

pueden aniquilarnos porque son el primer grado de lo terrible, como dijo Rilke de la belleza de

los ángeles.

Los ojos azules son dispositivos de importación y alta tecnología. Cuando nos mira una mirada

azul es como si nos mirara el cielo, abierto o cerrado: un aire fresco nos recorre, un viento frío

nos traspasa, una pupila cósmica nos escanea.

No entendemos que el azul, líquido como el agua del mar, se sostenga en la mirada, dentro de

los ojos, sin caerse ni desparramarse por las mejillas.

Los ojos marrones nos concentran cuando nos miran; los ojos azules nos diluyen antes de

absorbernos, antes de bebérsenos.

Lleva el pelo desordenado. Su mirada, en cambio, es seria, es firme: la de una mujer que

se nos propone como poderosa, (mucho) más poderosa que nosotros.

 

 

 

 


 

 

 

 

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