Abbey está en el backstage, preparándose para su oficio como un torero o como un obispo triste

en la sacristía. Aquí siempre está oscuro o como oscuro, porque la luz sólo esconde la oscuridad

durante un rato: el tiempo del desfile, las horas de la corrida, el tiempo de la misa.

Se dice que si las mujeres se vistieran para los hombres, las tiendas no venderían demasiado: a lo

sumo unas gafas de sol cada tanto tiempo. No sé, es posible.

Abbey, quizá porque está en su territorio, o porque le da la gana, nos mira con chulesca chulería,

qué passa. A los chicos que la decoran les interesa mucho su pelo, lo que nos recuerda que hay gente

que, hagas lo que hagas por ella, es como si le lavaras la cabeza a un burro.

Abbey está hermosa porque sí, aunque a uno le gusta su expresión chulesca y sus cuidadas manos,

sus piernas con medias negras de encaje negro, y quizá la proporcionada y rectangular medida de

sus hombros.

Hay personas que logran cambiar su imagen sin perder su esencia: tal vez Abbey sea una de ellas.

Ser visto es la ambición de los fantasmas; ser recordado es la ambición de los muertos.

 

 

 


 

 

 

 

 

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