rainer maria rilke

cartas a un joven poeta

briefe an einen jungen dichter

Traducción de Jaime Ferreiro Alemparte

 

 

VII

Roma

14 de mayo de 1904

Muy estimado Sr. Kappus:

[… ]

La gente, valiéndose de criterios convencionales, lo tiene todo resuelto, inclinándose siempre hacia lo más fácil, y buscando aún el lado más fácil de lo fácil.

Pero está claro que nuestro deber es atenernos a lo que es arduo y difícil. Todo cuanto vive se atiene a ello. Todo en la naturaleza crece y lucha a su manera

y constituye por sí mismo algo propio, procurando serlo a toda costa y en contra de todo lo que se le oponga.

Poca cosa sabemos. Pero que siempre debemos atenernos a lo difícil es una certeza que nunca nos abandonará.

Es bueno estar solo, porque también la soledad resulta difícil. Y el que algo sea difícil debe ser para nosotros un motivo más para hacerlo.

También es bueno amar, pues el amor es cosa difícil. El amor de un ser humano hacia otro: esto es quizás lo más difícil que nos haya sido encomendado.

Lo último, la prueba suprema, la tarea final, ante la cual todas las demás tareas no son sino preparación. Por eso no saben ni pueden amar aún los jóvenes,

que en todo son principiantes. Han de aprenderlo. Con todo su ser, con todas sus fuerzas reunidas en torno a su corazón solitario y angustiado, que palpita

alborotadamente, deben aprender a amar. Pero todo aprendizaje es siempre un largo período de retiro y clausura.

Así, el amor es por mucho tiempo y hasta muy lejos dentro de la vida, soledad, aislamiento crecido y ahondado para el que ama.

Amar no es, en un principio, nada que pueda significar absorberse en otro ser, ni entregarse y unirse a él. Pues, ¿qué sería una unión entre seres inacabados,

faltos de luz y de libertad? Amar es más bien una oportunidad, un motivo sublime, que se ofrece a cada individuo para madurar y llegar a ser algo en sí mismo;

para volverse mundo, todo un mundo, por amor a otro. Es una gran exigencia, un reto, una demanda ambiciosa, que se le presenta y le requiere; algo que le

elige y le llama para cumplir con un amplio y trascendental cometido.

Sólo en este sentido, es decir, tomándolo como deber y tarea para forjarse a sí mismo “escuchando y martilleando día y noche”-, es como los jóvenes

deberían valerse del amor que les es dado. Ni el absorberse mutuamente, ni el entregarse, ni cualquier otra forma de unión, son cosas hechas para ellos

-que por mucho tiempo aún, han de acopiar y ahorrar. Pues todo eso es la meta final. Lo último que se pueda alcanzar. Es tal vez aquello para lo cual,

por ahora, resulta apenas suficiente la vida de los hombres.

Pero en esto yerran los jóvenes tan a menudo y tan gravemente. Ellos, en cuya naturaleza está el no tener paciencia, se arrojan y se entregan,

unos en brazos de otros, cuando les sobrecoge el amor. Se prodigan y desparraman tal como son, aun sin desbrozar, con todo su desorden y su confusión…

Mas ¿qué ha de ¡suceder luego? Qué ha de hacer la vida con ese montón de afanes truncos, que ellos llaman su convivir, su unión, y que, de ser posible,

desearían poder llamar su felicidad, y aún más: su porvenir!

Ahí se pierde cada cual a sí mismo por amor al otro. Pierde igualmente al otro, y a muchos más que aun habían de llegar.

Pierde también un sin fin de horizontes y de posibilidades, trocando el flujo y reflujo de posibilidades de sutil presentimiento por un estéril desconcierto,

del cual ya nada puede brotar. Nada sino un poco de hastío, desencanto y miseria, y el buscar tal vez la salvación en alguno de los múltiples

convencionalismos que, cual refugios abiertos a todo el mundo, dispuestos están en gran número al borde de este peligrosísimo camino.

Ninguna región del humano sentir se halla tan provista de convencionalismos como ésta. Ahí hay salvavidas de variadísima invención: botes, vejigas,

flotadores…

Recursos y medios de escape de toda laya supo crear la sociedad, ya que por hallarse predispuesta a tomar la vida amorosa como mero placer, tuvo también

que hacerla fácil, barata, segura y sin riesgos, como suelen ser las diversiones públicas.

Por cierto, muchos jóvenes que aman de un modo falso, es decir, haciendo del amor una simple entrega y rehuyendo la soledad -nunca llegará a más el

promedio de los hombres-, sienten el peso de su falta, y también a este trance en que han venido a encontrarse, quieren infundirle vida y fecundidad de una

manera propia y personal. Pues su naturaleza les revela que las cuestiones de amor, menos aun que cualquier otra cosa de importancia, jamás pueden ser

dirimidas por algún procedimiento de carácter público, de conformidad con tal o cual convenio. Que son asuntos privativos de cada cual y deben resolverse

de modo individual, de ser a ser, precisándose en cada caso de una solución exclusivamente personal. Pero ¿cómo ha de ser posible que ellos, quienes al

juntarse se han despeñado y hundido en una misma confusión, dejando de deslindarse y de distinguirse el uno del otro, y no poseyendo, por tanto, nada

propio ya, acierten a dar con alguna salida, por sí mismos, desde el abismo de su derrumbada soledad?

Obran en virtud de un común desamparo y, cuando luego quieren, con la mejor voluntad, rehuír algún convencionalismo notorio -por ejemplo el matrimonio-,

caen en las tenazas de otra solución convencional, tal vez menos manifiesta, pero igualmente mortal. Pues ahí -dentro de un amplio ámbito en derredor suyo-

todo es convención.

Allí donde se obre al impulso de una confluencia prematura y de un turbio convivir, cualquier lazo que derive de tal desorden tiene su convencionalismo,

por muy insólito que parezca -es decir: aunque resulte “inmoral” en el sentido corriente de la palabra-. Hasta la separación viene a ser un paso convencional,

una decisión nacida del azar, impersonal y sin fuerza ni fruto.

Quien seriamente repare en ello, descubre que, como para la muerte, que es cosa difícil, tampoco para el árduo cometido del amor se han hallado aún ni luz ni

solución, ni señal ni camino. Para esas dos tareas -amor y muerte, que veladas y ocultas llevamos dentro, y que retransmitimos a otros sin descorrer el velo

que las recubre, no se podrá dar con ninguna regla común que se funde en algún convenio.

Peroen la misma medida en que iniciemos nuestros intentos de vivir cada cual como un ser independiente, esos magnos asuntos nos encontrarán, a cada uno

de nosotros, más próximos a ellos. Las exigencias que la difícil tarea del amor presenta a nuestro desarrollo, son de inmensa magnitud. Nosotros, como

principiantes, no estamos a su altura. Pero si a pesar de todo sabemos perseverar y llevamos este amor a cuestas, como carga y aprendizaje, en lugar de

perdernos en ese juego fácil y frívolo, tras del cual los hombres se han escondido para eludir cuanto hay de más serio y de más grave en su existencia,

entonces, un pequeño progreso y algún alivio serán tal vez perceptibles para aquellos que lleguen largo tiempo después de nosotros. Y esto ya sería mucho…

Es que apenas ahora empezamos a considerar las relaciones entre un individuo y otro, sin prejuicios y de manera objetiva. Los intentos que  vamos realizando

a fin de vivir tales relaciones nada tienen ante sí que les pueda servir de ejemplo. Sin embargo, se dan ya en el correr y mudar del tiempo  muchas cosas que

quieren acudir en auxilio de nuestro tímido principiar.

La mujer, en su propio desenvolvimiento más reciente, sólo por algún tiempo y de modo pasajero imitará los hábitos y modales masculinos, buenos y malos,

ejerciendo a su vez las profesiones generalmente reservadas al hombre. Tras la incertidumbre de tales etapas transitorias, quedará de manifiesto que si las

mujeres han pasado por la gran variedad y la continua mudanza de esos disfraces a menudo risibles-, fue tan sólo para poder depurar su modo de ser

peculiarísimo, y limpiarlo de las influencias deformadoras del otro sexo. Por cierto, las mujeres, en quienes la vida se detiene, permanece y mora de una manera

más inmediata, más fecunda, más confiada, deben de haberse hecho seres más maduros y más humanos que el hombre.

Este, además de liviano -por no obligarlo el peso de ningún fruto de sus entrañas a descender bajo la superficie de la vida-, es también engreído, presuroso,

atropellado, y menosprecia en realidad lo que cree amar… Esta más honda humanidad de la mujer, consumada entre sufrimientos y humillaciones, saldrá

a la luz y llegará a resplandecer cuando en las mudanzas y transformaciones de su condición externa se haya desprendido y librado de los convencionalismos

añejos a lo meramente femenino.

Los hombres, que no presienten aún su advenimiento, quedarán sorprendidos y vencidos. Llegará un día que indudables signos precursores anuncian ya de

modo elocuente y brillante, sobre todo en los países nórdicos-, en que aparecerá la mujer cuyo nombre ya no significará sólo algo opuesto al hombre, sino algo

propio, independiente. Nada que haga pensar en complemento ni en límite, sino tan sólo en vida y en ser: el Humano femenino…

Tal progreso -al principio muy en contra de la voluntad de los hombres, que se verán rebasados y superados- transformará de modo radical la vida amorosa,

ahora llena de errores, y la convertirá en una relación tal, que se entenderá de ser humano a ser humano y ya no de varón a hembra. Este amor más humano,

que se consumará con delicadeza y dulzura infinitas -imperando luz y bondad, así en el unirse como en el desligarse- se asemejará al que vamos preparando

entre luchas y penosos esfuerzos: el amor que consista en que dos soledades se protejan, se deslinden y se saluden mutuamente…

Además, esto: no crea que se haya perdido aquel gran amor que le fue encomendado antaño, cuando aun era niño. ¿Acaso puede afirmar usted que no

maduraron entonces en su corazón, grandes y buenos anhelos, y propósitos de los que aun hoy sigue viviendo? Yo creo que ese amor perdura tan fuerte y

poderoso en su recuerdo, porque fue su primer aislamiento profundo. Y también la primera labor que realizó en aras de su vida. ¡Todos mis buenos deseos

para usted, querido señor Kappus!

Suyo

Rainer Maria Rilke

 

 

 

 

 

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