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Más de una vez, al pasear lentamente por las calles de la tarde, me ha

sacudido el alma, con una violencia súbita y perturbadora, la extrañísima presencia

de la organización de las cosas. No son las cosas naturales las que tanto me

afectan, las que tan poderosamente me provocan esta sensación: son, por el

contrario los trazados de las calles, los letreros, las personas vestidas y hablando,

los empleos, los diarios, la inteligencia de todo. O, mejor dicho, el hecho de que

existan trazados de calles, letreros, empleos, hombres, sociedad, todo

entendiéndose y continuando y abriendo caminos.

Reparo en el hombre directamente, y veo que es tan inconsciente como un

perro o un gato; habla debido a una inconsciencia de otro orden; se organiza en

sociedad debido a una inconsciencia de otro orden, absolutamente inferior a la que

emplean las hormigas y las abejas en su vida social. Y entonces, tanto o más que la

existencia de organismos, tanto o más que la existencia de leyes rígidas físicas o

intelectuales, se me revela mediante una luz evidente la inteligencia que crea e

impregna al mundo.

Me impresiona entonces, siempre que así siento, la vieja frase de no sé qué

escolástico: Deus est anima brutorum, Dios es el alma de los brutos. Así entendió el

autor de la frase, que es maravillosa, explicar la seguridad con que el instinto guía

a los animales inferiores, en los que no se divisa inteligencia, o nada más que un

esbozo de ella. Pero todos somos animales inferiores —hablar y pensar no son más

que nuevos instintos, menos seguros que los otros porque son nuevos. Y la frase

del escolástico, tan justa en su belleza, se ensancha, y digo: Dios es el alma de

todo.

Nunca he comprendido que quien una vez ha considerado este gran hecho de

la relojería universal pudiese negar al relojero en el que el mismo Voltaire no dejó

de creer. Comprendo que, atendiendo a ciertos hechos aparentemente desviados de

un plan (y sería preciso conocer el plan para saber si son desviados), se atribuya a

esa inteligencia suprema algún elemento de imperfección. Eso lo comprendo,

aunque no lo acepte. Comprendo hasta que, atendiendo al mal que existe en el

mundo, no se pueda aceptar la bondad infinita de esa inteligencia creadora. Eso lo

comprendo, aunque tampoco lo acepte. Pero que se niegue la existencia de esa

inteligencia, o sea de Dios, es cosa que me parece una de esas estupideces que

tantas veces afligen, en un punto de la inteligencia, a hombres que, en todos sus

demás puntos, pueden ser superiores; como los que se equivocan siempre en las

sumas o, también, y poniendo ya en juego la inteligencia de la sensibilidad, los que

no sienten la música, o la pintura, o la poesía.

No acepto, decía, ni el criterio del relojero imperfecto, ni el del relojero carente

de benevolencia. No acepto el criterio del relojero imperfecto porque esos

pormenores del gobierno y ajuste del mundo, que nos parecen lapsus o sinrazones,

no pueden ser verdaderamente tenidos por tales sin que conozcamos el plan.

Vemos claramente un plan en todo; vemos ciertas cosas que nos parecen sin razón,

pero es de ponderar que si hay en todo una razón, habrá en esto también la misma

razón que hay en todo. Vemos la razón pero no el plan; ¿cómo diremos, entonces,

que ciertas cosas se encuentran fuera del plan que no sabemos lo que es? Así como

un poeta de ritmos sutiles puede intercalar un verso arrítmico con fines rítmicos, es

decir, para el propio fin del que parece apartarse, y un crítico más purista de lo

rectilíneo que del ritmo llamará equivocado a ese verso, así el Creador puede

intercalar lo que nuestra estrecha [¿razón?] considera arritmias en el decurso

majestuoso de su ritmo metafísico.

No acepto, decía, el criterio del relojero carente de benevolencia. Estoy de

acuerdo en que es un argumento de más difícil respuesta, pero lo es

aparentemente. Podemos decir que no sabemos bien lo que es el mal, no pudiendo

por eso afirmar si una cosa es mala o buena. Lo cierto, sin embargo, es que un

dolor, aunque sea para nuestro bien, es en sí mismo un mal, y basta esto para que

haya mal en el mundo. Basta un dolor de muelas para no creer en la bondad del

Creador. Ahora bien, el yerro esencial de este argumento parece residir en nuestro

completo desconocimiento del plan de Dios, y en nuestro igual desconocimiento de

lo que puede ser, como persona inteligente, el Infinito Intelectual. Una cosa es la

existencia del mal, y otra la razón de esa existencia. La distinción es tal vez sutil

hasta el punto de parecer sofística, pero lo cierto es que es justa. La existencia del

mal no puede ser negada, pero la maldad de la existencia del mal puede no ser

aceptada. Confieso que el problema subsiste porque subsiste nuestra imperfección.

 

 

 

Mais que uma vez, ao passear lentamente pelas ruas da tarde, me tem batido

na alma, com uma violência súbita e estonteante, a estranhíssima presença da

organização das coisas. Não são bem as coisas naturais que tanto me afectam, que

tão poderosamente me trazem esta sensação: são antes os arruamentos, os

letreiros, as pessoas vestidas e falando, os empregos, os jornais, a inteligência de

tudo. Ou, antes, é o facto de que existem arruamentos, letreiros, empregos, homens,

sociedade, tudo a entender-se e a seguir e a abrir caminhos.

Reparo no homem directamente, e vejo que é tão inconsciente como um cão

ou um gato; fala por uma inconsciência de outra ordem; organiza-se em sociedade

por uma inconsciência de outra ordem, absolutamente inferior à que empregam as

formigas e as abelhas na sua vida social. E então, tanto ou mais que da existência

de organismos, tanto ou mais que da existência de leis físicas rígidas e intelectuais,

se me revela por uma luz evidente a inteligência que cria e impregna o mundo.

Bate-me então, sempre que assim sinto, a velha frase de não sei que

escolástico: Deus est anima brutorum, Deus é a alma dos brutos. Assim entendeu o

autor da frase, que é maravilhosa, explicar a certeza com que o instinto guia os

animais inferiores, em que se não divisa inteligência, ou mais que um esboço dela.

Mas todos somos animais inferiores – falar e pensar são apenas novos instintos,

menos seguros que os outros porque novos. E a frase do escolástico, tão justa em

sua beleza, alarga-se, e digo, Deus é a alma de tudo.

Nunca compreendi que quem uma vez considerou este grande facto da

relojoaria universal pudesse negar o relojoeiro em que o mesmo Voltaire não

descreu. Compreendo que, atendendo a certos factos aparentemente desviados de

um plano (e era preciso saber o plano para saber se são desviados), se atribua a

essa inteligência suprema algum elemento de imperfeição. Isso compreendo, se

bem que o não aceite. Compreendo ainda que, atendendo ao mal que há no mundo,

se não possa aceitar a bondade infinita dessa inteligência criadora. Isso

compreendo, se bem que o não aceite também. Mas que se negue a existência

dessa inteligência, ou seja, de Deus, é coisa que me parece uma daquelas

estupidezes que tantas vezes afligem, num ponto da inteligência, homens que, em

todos os outros pontos dela, podem ser superiores; como os que erram sempre as

somas, ou, ainda, e pondo já no jogo a inteligência da sensibilidade, os que não

sentem a música, ou a pintura, ou a poesia.

Não aceito, disse, nem o critério do relojoeiro imperfeito nem o do relojoeiro

sem benevolência. Não aceito o critério do relojoeiro imperfeito porque aqueles

pormenores do governo e ajustamento do mundo, que nos parecem lapsos ou semrazões,

não podem, como tal, ser verdadeiramente dados sem que saibamos o

plano. Vemos claramente um plano em tudo; vemos certas coisas que nos parecem

sem razão, mas é de ponderar que, se há em tudo uma razão, haverá nisso também

a mesma razão que há em tudo. Vemos a razão, porém não o plano; como diremos,

então, que certas coisas estão fora do plano que não sabemos o que é? Assim

como um poeta de ritmos subtis pode intercalar um verso arrítmico para fins rítmicos,

isto é, para o próprio fim de que parece afastar-se, e um crítico mais purista do

rectilíneo que do ritmo chamará errado esse verso, assim o Criador pode intercalar o

que nossa estreita [ilógica?] considera arritmias no decurso majestoso do seu ritmo

metafísico. Nem aceito, disse, o critério do relojoeiro sem benevolência. Concordo

que é um argumento de mais difícil resposta, mas é-o só aparentemente. Podemos

dizer que não sabemos bem o que é o mal, não podendo por isso afirmar se uma

coisa é má ou boa. O certo, porém, é que uma dor, ainda que para nosso bem, é em

si mesma um mal, e basta isso para que haja mal no mundo. Basta uma dor de

dentes para fazer descrer na bondade do Criador. Ora o erro essencial deste

argumento parece residir no nosso completo desconhecimento do plano de Deus, e

nosso igual desconhecimento do que possa ser, como pessoa inteligente, o Infinito

Intelectual. Uma coisa é a existência do mal, outra a razão dessa existência. A

distinção é talvez subtil ao ponto de parecer sofística, mas o certo é que é justa. A

existência do mal não pode ser negada, mas a maldade da existência do mal pode

não ser aceite. Confesso que o problema subsiste, mas subsiste porque subsiste a

nossa imperfeição.

 

 

 

 

Libro del desasosiego

Fernando Pessoa

Traducción del portugués, organización,

introducción y notas de Ángel Crespo

Editorial Seix Barrai, S. A., 1984 y 1997

Córcega, 270 – 08008 Barcelona (España)

Edición especial para Ediciones de Bolsillo, S. A.

 

Livro do Desassossego

Fernando Pessoa

Composto por Bernardo Soares,

ajudante de Guarda-livros na cidade de Lisboa

Formatado pelo Grupo Papirolantes

 

 

 

 

 

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