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Con el pelo sucio, el aspecto cansado, la ropa escasa y descolorida, con las sandalias rotas,
y un largo collar metálico que parece una liviana cadena, la vendedora ambulante es una de las
mujeres más hermosas de la isla, que está llena de mujeres hermosas. Sus ojos negros y húmedos
miran con una intensidad impropia de la especie humana.
Despliega despacio su mercancía sobre un tablero rojo del tamaño de una puerta: collares, pulseras,
amuletos, pañuelos, anillos, figuritas de madera, palitos de sándalo, velas aromáticas.
La hermosísima vendedora ambulante nunca sonríe.
En esas facciones serias, tal vez abatidas, en sus ojos hundidos o empañados, en sus movimientos
cansados, pueden esconderse las muchas formas del amor desgraciado, o la abnegación incomprendida,
o el esfuerzo sin recompensa, o los rigores del destierro, o incluso el hambre y el frío soportados
silenciosamente.
Con el sol del atardecer su piel es plenamente dorada y su mirada brilla con más inhumana intensidad.
Los niños, tal vez más sensibles a la belleza, exclaman al verla: “Mira, mira qué guapa”.
Su aire absorto y distante y su extraordinaria belleza imponen respeto; tanto si se sienta en una sucia
caja de madera como si está de pie, se mantiene siempre erguida; nunca hace ningún movimiento inútil,
sobrante o gratuito; nunca se abandona a la comodidad o a la fatiga.
La hermosa vendedora ambulante ha recibido, sin duda, una educación superior; tantas cualidades
sobresalientes en una mujer mortal señalan su alto destino que, al parecer, no ha cumplido.
Su actitud y sus modales indican una larga y dulce disciplina, sólo propia de una princesa.
Al fin y al cabo, sigue siendo una princesa: la vendedora ambulante tiene su reino, del tamaño
de una puerta, del que es absoluta soberana y, sin duda, despreciaría cualquier tipo de conmiseración.
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