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Cuando me encuentro con una mujer como Cato, más bien me paralizo, no puedo, no me obedezco.
Aturdido, busco en los papeles secretos de Darwin para ubicarme evolutivamente y rebusco
en los papeles secretos de Einstein para orientarme en el continuo espacio temporal.
Y enseguida, enseguida saco a pasear a mi burro negro.
Necesitaría un querer demostrativo; necesitaría hablarle de esta mujer al que pasa, al que suda,
al sordo y al muerto. Y ser bueno conmigo mismo en todo, en todo.
Cuando la miro de verdad, queriendo ver lo que hay detrás de esos ojos, detrás de esa nariz, dentro
de su boca, sólo veo la penumbra del ser y el espectro fluvial en que arde el oro, pero en difunto y
en contradicción, porque en el centro está ella, y a la izquierda también, y también a la derecha.
Entonces me pongo las piernas de andar y la cabeza de estar triste, me quito los hombros de madera,
me abrocho el desabrochado abrigo y lentamente me alejo, me marcho, me voy: como si no supiera,
como si no quisiera, como si me hubieran crecido los ojos.
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