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JEAN-PAUL SARTRE
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BAUDELAIRE
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EDITORIAL LOSADA , S.A.
BUENOS AIRES
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BIBLIOTECA DE ESTUDIOS LITERARIOS
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Traducción de AURORA BERNÁRDEZ
(TERCERA EDICIÓN)
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A JEAN GENET
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[ezcol_1half] Elección heroica y vindicativa de lo abstracto, desprendimiento desesperado, renuncia y afirmación a la vez, tiene un nombre: es el orgullo. El orgullo estoico, el orgullo metafísico que no alimentan ni las distinciones sociales, ni el éxito, ni ninguna superioridad reconocida, en fin, nada de este mundo, sino que se presenta como un acontecimiento absoluto, una elección a priori sin motivo, y se sitúa muy por encima del terreno donde los fracases podrían abatirlo y los éxitos sostenerlo.
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Este orgullo es tan desdichado como puro, pues gira en el vacío y se nutre de sí mismo: siempre insatisfecho, siempre exasperado, se agota en el acto en que se afirma; no reposa en nada, está en el aire, pues la diferencia en que se funda es una forma vacía y universal. Sin embargo, el niño quiere gozar de su diferencia; quiere sentirse diferente de su hermano, como siente a su hermano diferente de su padre: sueña con una unicidad perceptible por la vista, por el tacto y que nos colme como un sonido puro colma el oído. Su pura diferencia formal le parece símbolo de una singularidad más profunda, que constituye una unidad con lo que él es. Se inclina sobre sí mismo, intenta sorprender su imagen en ese río gris y tranquilo que fluye a una velocidad siempre igual, espía sus deseos y sus cóleras para sorprender ese fondo secreto que es su naturaleza. Y por esa atención que aplica sin descanso al fluir de sus humores, comienza a convertirse para nosotros en Charles Baudelaire.
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La actitud original de Baudelaire es la de un hombre inclinado. Inclinado sobre sí, como Narciso. No hay en él conciencia inmediata que una mirada punzante no traspase. Para nosotros, basta ver el árbol o la casa; totalmente absorbidos en su contemplación, nos olvidamos de nosotros mismos. Baudelaire es el hombre que jamás se olvida. Se mira ver; mira para verse mirar; contempla su conciencia del árbol, de la casa, y las cosas sólo se le aparecen a través de ella, más pálidas, más pequeñas, menos conmovedoras, como si las viera a través de un anteojo. No se muestran unas a otras como la flecha señala el camino, como el indicador marca la página, y el espíritu de Baudelaire nunca se pierde en ese dédalo.
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Su misión inmediata, por el contrario, es la de remitir la conciencia a sí misma. “¡Qué importa —escribe— lo que puede ser la realidad situada fuera de mí, si me ha ayudado a vivir, a sentir que soy y lo que soy!” Y aun en su arte, su preocupación será mostrarlas sólo a través de un espesor de conciencia humana, puesto que dirá en L’art philosophique: “¿Qué es el arte puro para la conciencia moderna? Es crear una magia sugestiva que contenga a la vez el objeto y el sujeto, el mundo exterior al artista y el artista mismo”. De suerte que muy bien podría firmar un Discurso sobre la poca realidad de ese mundo exterior. Pretextos, reflejos, pantallas, los objetos jamás valen por sí mismos y no tienen otra misión que la de darle la oportunidad de contemplarse mientras los ve.
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Hay una distancia original de Baudelaire al mundo que no es la nuestra; entre los objetos y él se inserta siempre una translucidez un poco húmeda, quizá demasiado adorante, como el temblor del aire cálido en verano. Y esta conciencia observada, espiada, que se siente observada mientras realiza sus operaciones habituales, pierde al mismo tiempo su naturalidad, como el niño que juega bajo la mirada de los adultos. Esa “naturalidad” que Baudelaire tanto odió y tanto echó de menos, no existe en él en absoluto: todo es falso porque todo está vigilado; el más mínimo humor, el más débil deseo nacen mirados, descifrados. Y recordando un poco el sentido que Hegel daba a la palabra inmediato, se comprenderá que la singularidad profunda de Baudelaire consiste en que es el hombre sin inmediatez.
[/ezcol_1half] [ezcol_1half_end] Pero si esta singularidad vale para nosotros, que lo vemos desde fuera, a él, que se mira desde dentro, se le escapa por completo. Buscaba su naturaleza, es decir, su carácter y su ser, pero sólo asiste al largo desfile monótono de sus estados. Esto le exaspera: ve tan bien lo que constituye la singularidad del general Aupick o de su madre, ¿cómo no tiene el goce intimo de su propia originalidad? Porque es víctima de una ilusión muy natural, según la cual el interior de un hombre se calcaría sobre su exterior. Y no es así: esa cualidad distintiva que los destaca para los demás, no tiene nombre en su lenguaje interior, él no la experimenta, no la conoce. ¿Puede sentirse espiritual, vulgar o distinguido? ¿Puede siquiera verificar la vivacidad y el alcance de su inteligencia?
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Ésta no tiene otros límites que sí misma, y a menos que una droga precipite por un momento el curso de sus pensamientos, está tan acostumbrado a su ritmo, carece hasta tal punto de términos de comparación, que no podría apreciar la velocidad de su transcurso. En cuanto al detalle de sus ideas y de sus afectos, presentidos, reconocidos aun antes de que aparezcan, transparentes de parte a parte, tienen para él la apariencia de lo “ya visto”, de lo “demasiado conocido», una familiaridad inodora, un sabor de reminiscencia. Está lleno de sí mismo, desborda, pero ese “sí mismo» sólo es un humor insulso y vidrioso, privado de consistencia, de resistencia, que no puede juzgar ni observar, sin sombras ni luces, una conciencia parlanchina que se habla a sí misma en largos cuchicheos sin que jamás sea posible acelerar el relato. Está demasiado adherido a sí mismo para conducirse y menos para verse; se ve demasiado para hundirse del todo y perderse en una adhesión muda a su propia vida.
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Aquí comienza el drama baudelairiano: imaginemos al mirlo blanco ciego —pues la claridad reflexiva demasiado grande equivale a la ceguera—. Lo obsesiona la idea de cierta blancura extendida por sus alas, que todos los mirlos ven, de la que todos los mirlos le hablan, y que él es el único en ignorar. La famosa lucidez de Baudelaire sólo es un esfuerzo de recuperación. Se trata de cobrarse y —como la vista es apropiación— de verse, Pero para verse, habría que ser dos, Baudelaire ve sus manos y sus brazos, porque el ojo es distinto de la mano; pero el ojo no puede verse a sí mismo: se siente, se vive; no puede tomar la distancia necesaria para apreciarse, En vano exclama en Les fleurs du mal:
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Téte-á-téte sombre et limpide
D’un coeur devenu son miroir!
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Esta “intimidad” no bien esbozada se desvanece: sólo queda una cabeza. El esfuerzo de Baudelaire consistirá en llevar al extremo este esquicio abortado de dualidad que es la conciencia reflexiva. Si es lúcido, originariamente, no lo es para darse exacta cuenta de sus faltas, sino para ser dos. Y si quiere ser dos es para realizar en esa pareja la posesión final del Yo por el Yo. Exasperará, pues, su lucidez: sólo era su propio testigo, intentará convertirse en su propio verdugo: el Heautontimoroumenos. Pues la tortura engendra una pareja estrechamente unida en la cual el verdugo se adueña de la víctima. Puesto que no ha logrado verse, por lo menos se hurgará como el cuchillo hurga en la herida, con la esperaba de alcanzar esas “soledades profundas” que constituyen su verdadera naturaleza.
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Je suis la píate et le couteau
Et la victime et le bourreau.
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De este modo los suplicios que se inflige remedan la posesión: tienden a engendrar una carne bajo sus dedos, su propia carne, para que en el dolor se reconozca suya. Hacer sufrir es poseer y crear, tanto como destruir. El lazo que une mutuamente a la víctima y al inquisidor es sexual. Pero en vano intenta trasladar a su vida íntima esa relación que sólo tiene sentido entre personas distintas, transformar en cuchillo la conciencia reflexiva, en herida la conciencia refleja; en cierta manera, son una sola cosa; uno no puede amarse ni odiarse, ni torturarse a sí mismo; víctima y verdugo se desvanecen en la indistinción total cuando mediante un solo y mismo acto voluntario, la una reclama y el otro inflige el dolor.
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Por un movimiento inverso, pero que conspira en el mismo sentido, Baudelaire querrá hacerse solapado cómplice de su conciencia refleja contra su conciencia reflexiva: cuando cesa de martirizarse es porque trata de asombrarse a sí mismo. Fingirá una espontaneidad desconcertante, simulará abandonarse a los impulsos más gratuitos para erguirse de improviso frente a su propia mirada, como un objeto opaco e imprevisible, en una palabra, como Otro distinto de sí mismo. Si lo consiguiera, la mitad de la tarea estaría cumplirla; podría gozar de sí. Pero aun aquí sólo es uno con aquel a quien quiere sorprender.
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