sentimiento trágico del tiempo:

diálogo con joaquín giannuzzi

jorge ariel madrazo

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Hay un afán en el fondo utópico: el de recuperar, en la mayor medida imaginable, lo específico de seres y cosas, reviviéndolos en su uni­cidad intransferible al volver a darles nombre; y al renominarlos, hacerlo de un modo tan austero como desconcertante; podría decirse: corrido de lugar. Este poe­ta no adhiere, sin embargo, a un ‘objetivismo’ a ultranza; por el contrario, su pala­bra trasciende con amplitud a objetos y situaciones, abarcándolos en una cosmovisión honda y sugerente. Ocurre que el universo objetal sugiere, para Giannuzzi, el funcionamiento de leyes que nos resultan inescrutables, y opuestas al caos humano: «…el frío interno de las manzanas, / el calor inestable del café, / dos razones de la naturaleza que escapan a mi dominio…».

Los tramos de diálogo que siguen, acaso den mejor cuenta de esta postura ­-de inusual coherencia, y rastreable a través de libros y años- del notable poeta argentino.

 

 

-Llama la atención la recurrencia, en tu poesía, de ciertas palabras: oscuridad, bru­moso, error, confusión, devastación. Y otras similares: tiempo carnívoro, yo calcinado. ¿Qué podrías comentar sobre esto?

-Hay palabras que tienen resonancia poética, más allá del sentido. «Oscu­ridad» es una de mis obsesiones, lo mismo que «error». Llevan a pensar en las falacias o fisuras del mundo sensible. Siempre me llamó la atención la defini­ción que dio Joseph Conrad sobre la misión de la poesía, o del arte en general: «Rendir justicia al mundo visible». Una frase que autoriza lecturas profundas. Una de ellas, sería que este mundo visible reclama un significado, una repre­sentación estética, una sublimación.

-Cuando, en un poema, una de tus hijas se peina, vemos que no se limita a peinarse, sino que «se peina para el mundo». El acto trasciende al acto mismo, «el gato es más que un gato.

-Sí, y en «Señales de una causa personal» les digo a mis hijas: «Adiós/ y mucho gusto de haberlas conocido…».

-En tus textos se siente así muy vivamente la presencia del destino aun cuando en apariencia se hable de lo cotidiano.

-Destino, o falta de destino. Creo que en mi poesía hay al menos dos claves: una, cierta especie de nostalgia por un orden perdido, el orden natural por oposición al orden de la civilización; y la otra es una suerte de fatalidad del tiempo, la aguda conciencia de la finitud. Aunque habría también otra constante en mi universo emotivo: la permanente sensación de una catástrofe inminente. No sé qué origen tenga esta sensación, pero supongo que es parte de la condición humana…

-Es también una idea algo pascaliana ¿verdad?

-Pascal es una de mis viejas obsesiones. Otro de mis ídolos, ya con poste­rioridad, es Kafka: una especie de dios infalible en el sentido del don profético, a pesar de que él no crea en sí mismo.Para mí es el mayor escritor de nuestra época: el sentimiento de extrañeza por hallarse en el mundo está perfectamente encarnado en él; además, considero que los suyos son textos poéticos. Podría citarte de memoria párrafos enteros de «El castillo», y en especial el final de «El proceso» y muchos fragmentos de su diario, auténticos poemas por múltiples motivos: por la intensidad de la expresión, la inventiva metafórica y la multiplicidad de significados. Inclusive, Kafka se acerca a la poesía moderna en la forma elíptica de describir una supuesta verdad. Y una prueba de esta obsesión mía son los poemas «Kafka en el sanatorio» y «Kafka detrás del escritorio». Me asombra allí lo increíble de ese «moribundo muy especial, hermoso como un condenado,/ quiza con pruebas desesperadas acerca de lo secreto/ y desapareciendo, contra toda lógica, en un cuerpo pequeño». Es la trivialidad y la absurda displicencia de la muerte, de sus gestos indiferenciados.

Desde Nuestros días mortales (1958) a Cabeza final (1991), pasando por Contemporáneo del mundo (1963), Las condiciones de la época (1968), Señales de una causa personal (1977), Principios de incertidumbre (1981) y Violín obligado (1984), la obra poética de este autor, vastamente premiada y traducida sobre todo al inglés e italiano, aspira a la máxima energía y precisión. Los materiales cotidianos y de la esfera íntima se dan la mano, allí, con las certidumbres e incertidumbres de lo histórico.

Casi cada poema de Giannuzzi destila un humor oscuro, cáustico y hasta insolente; pero en lo personal, su sencillez y su rica condición humana abaten cualquier barrera. Ama recitar largos poemas de memoria entre amigos y cole­gas, en un friso que puede abarcar tanto al Dante como a sus amados William Carlos Williams, Wallace Stevens y Walt Whitman, aparte de poetas de las más diversas latitudes. Y si bien construye sus poemas sobre un esqueleto a menudo conceptual, sabe que «la imagen debe ir por delante del pensamiento, y no al revés. La poesía es una fiesta del sentido, dispara hacia todas las direcciones. El pensamiento especulativo que no esté encarnado en imagen, puede acarrear la muerte de la poesía.»

Joaquín Giannuzzi cree que el Universo cobija una finalidad ética, rela­cionando el término ético con totalizador: por ello, en su opinión la poesía ha de ser capaz de dilatar la realidad total, incluído la del sí mismo, y aunque haya que pagar por ello un alto precio y otro no menos alto para obtener una línea lograda. Porque -explica con sonrisa de inconfundible sesgo irónico- «uno se angustia y tiembla ante la posibilidad de encontrarse con lo feo: un mal poema afea al Universo».

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