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Erin está preparando el fuego para una barbacoa de la vida, que es tal vez un asunto que
nos teletransporta a ese larguísimo pasado retroevolutivo por el que todos, todos hemos pasado:
haciendo fuego en el suelo, protegiendo el fuego, adorando el fuego.
Tenemos los cojones negros del humo de cien hogueras.
Tal vez los que más aman a su propio hombre primitivo, a ese sapiens que tenía que buscarse
la vida toda la vida, cuando ya el neandertal se había ido al cielo, sean también los que tienen
más afición a los fuegos naturales para asar la carne, que es mucho más cárnica, es mucho más
un animal cortado en pedazos que cuando se fríe asépticamente en la cocina, entre vitrocerámicas
y microondas, que son cada vez más exactamente las chispas de los dioses, que queman sin fuego
y arden sin humo, divinamente.
Erin está hermosa usando su saber primitivo con habilidad y eficacia, que nuestros retroantecesores
debían de ser gente rápida, sobre todo por aquello de los enemigos, que los acechaban a todas horas
y por todas partes, sobre todo si eran nómadas.
La posición de Erin es también primitiva, agachada y con ese brazo que tiene el gesto y la orfebrería
del chamán de la tribu.
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