Ya corre el frío del amanecer sobre el asfalto, y por el suelo todavía se arrastra el aroma triste de la noche.

Es la hora en que el alba tiñe de tierno los ladrillos y las fachadas de los edificios, y Jasmine pasea

entre la soledad y sus cositas, quizá desvelada, insomne, recordando que los únicos que pueden impedirle

soñar son aquellos que sueñan por ella.

Se ha despertado a media noche y ha tenido que encender la luz para no ver su propia oscuridad.

Andando a través de los grandes depósitos de sosa y a lo largo del enorme matadero, Jasmine piensa

que todo el universo ha sido correcto con ella menos los hombres, sus semejantes.

Va perdiendo piel y pétalos que las brisas frías de la madrugada se llevan. Se siente díscola y destemplada,

sin ganas de reunir las versiones más puras de sí misma y deseando, más bien, tomarse un copazo de

chinchón seco que le suavice el matojo de pelo, que se nota áspero, apelmazado y reseco.

Antes de salir de casa, a la hora azul del amanecer, se ha dado cuenta de que estaba siendo ella misma

y ha rectificado. Después ha estado mucho rato mirándose en el espejo, queriendo tomarse en serio.

Por fin, antes de salir, ha decidido que no jugaría a perder porque perder no es un juego. Jasmine.

 

 

 


 

 

 

 

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