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Olivia está hermosa, con esa sonrisa que parece, que tal vez es de felicidad, parece una sonrisa
íntima desde las intimidades, como si sonriera, sobre todo, con la sola fuerza de la sonrisa,
como si fuera la propia sonrisa la que la hiciera sonreír, lo que quizá se pueda llamar una sonrisa
de (la) sonrisa, que no parece sólo social, comercial, simpática o aprendida.
No sé si sonríe más con los ojos -con la mirada- o con los labios. Incluso los dientes blancos
de la calavera sonríen: dejan ver la sonrisa fija que sólo descubren en sus enormes medidas de
sonrisa gigante cuando ya la muerte ha limpiado bien la calavera.
Es difícil, no es fácil dejar de mirar un rostro que sonríe así: hay un poderoso atractivo; un asunto
contagioso; hay una cordialidad que es quizá mutua, bilateral; hay una fraternidad que cruza
en los dos sentidos, como si con su sonrisa nos hiciera unas cosquillas fraternalmente íntimas,
una dulce caricia de humanidad, algo.
Claro que tal vez sólo sonríe porque su equipo de fútbol ganó el partido del domingo,
nunca se sabe.
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