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Esta muchacha está desactualizada por su morbosa afición al baño; tiene el pasmo esencial de quien ve
y mira el mundo sin pensar en él, solamente para estar de acuerdo y desentenderse.
La muchacha tiene esa especial paciencia que da el paso del tiempo cuando nunca pasa nada.
Se da cuenta de que no está siendo ella misma pero no rectifica: insiste en su baño, en su descanso,
en su cifra, en sus caballos malcriados, en sus caprichosos cocoteros. Es, quizá, lo que a veces pasa
con el tiempo, cuando cada minuto es peor y menos importante, y los instantes se devoran y se engullen
unos a otros, tontamente, sin dejar rastros de oro. Cuando los días empiezan a ponerse calzoncillos negros.
Suponemos que cada cierto tiempo sale de la bañera, pero sin mucha tardanza escucha de nuevo la
llamada del agua: así es como se mezclan en ella el tiempo y la eternidad: así es como la eternidad la va
inundando día a día, hasta el día en que la dejará sin tiempo.
Quizá la guapa necesite más testigos de su vida de los que tiene, porque los testigos de la vida la enriquecen:
la ponen dos, tres, cinco veces en vez de una sola; le añaden facetas, perspectivas, versiones, puntos de vista.
Sin duda se nota, se sabe, se siente cuándo una persona tiene una multitud de testigos de su vida, una
muchedumbre, o cuándo está escasa, más bien sola, sin inscribirse en otros, sin que los otros registren o
recuerden sus movimientos, sus palabras, sus elecciones.
Ahí está su mirada triste, mortecina, vacía, casi hueca.
Con todo, lo único que sabemos de ella es que usa chanel y que le gustan las fresas: todo lo demás son
conjeturas, pero seguro que en la embajada se están empezando a poner nerviosos.
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