clarice lispector
revelación de un mundo
a descoberta do mundo
traducción: Amalia Sato
Adriana Hidalgo editora
octubre de 2005
Buenos Aires
crónica social
Era un almuerzo de señoras.
No sólo la anfitriona sino cada invitada parecía satisfecha de que todo estuviera saliendo bien.
Como si existiera siempre el peligro de revelarse súbitamente que aquella realidad de mozos
mudos, flores y elegancia estaba un poco por encima de ellas —no por condición social, sólo
eso: encima de ellas.
Tal vez encima del hecho de ser simplemente mujeres y no exclusivamente señoras.
Si bien todas tenían derecho a ese ambiente, parecían no obstante recelar del momento de
meter la pata.
Ése es el momento en que cierta realidad se revela.
El almuerzo estaba bien servido, por completo alejado de cualquier rastro de cocina: antes de
la llegada de las invitadas se habían ocultado todos los andamios.
Lo que no impidió que cada una tuviera que perdonar algún pequeño detalle, a favor de esa
entidad: el almuerzo.
El detalle a perdonar de cierta señora era que el mozo, cada vez que servía a su vecina, le
rozaba ligeramente el peinado, lo que le provocaba uno de esos sobresaltos que presagian
una catástrofe.
Había dos mozos. El que servía a la señora estuvo invisible todo el tiempo. Y seguro que ni
vio la cara de la señora.
Sin posibilidad de conocerse nunca, sus relaciones se establecían a través de periódicos toques
en el peinado.
Y él sentía.
A través del peinado se sentía poco a poco odiado y él mismo empezó a llenarse de cólera.
Se supone que cada comensal tuvo su momento de nervios en medio del gran almuerzo.
Cada una ha de haber recibido, por un momento al menos, ese aviso punzante y urgente de
que un peinado está a punto de desarmarse —convirtiendo el almuerzo en un desastre.
La anfitriona se servía de una ligera autoridad que no le quedaba mal.
A veces, sin embargo, olvidaba que la observaban y asumía expresiones un tanto
sorprendentes. Como ser, un aire de cansancio excitado y de decepción. O entonces como
en cierto momento —¿qué pensamiento vago y angustiado se le pasó por la cabeza?—
en que miró con aire completamente ausente a la vecina de la derecha que le hablaba.
La vecina le dijo: “¡El paisaje allá es soberbio!”. Y la anfitriona, con un tono mezcla de ansiedad,
sueño y dulzura, respondió presurosa:
—Sí que lo es… por cierto… ¿no?
Quien entre todas aprovechó mejor fue la señora X, invitada de honor que, siempre invitadísima
por todos, había reducido el almuerzo a dedicarse a almorzar. Entre gestos delicados y gran
tranquilidad, devoró con placer el menú francés —se metía la cuchara en la boca, y después la
miraba con mucha curiosidad, resabios de infancia.
Pero en todas las otras invitadas, una naturalidad fingida. Tal vez si fingieran menos naturalidad
resultarían más naturales. Nadie se atrevía.
Cada una tenía un poco de miedo de sí misma, como si se encontrara capaz de las mayores
groserías apenas se abandonase un poco.
No: el compromiso había sido el de lograr el almuerzo perfecto.
Y no había cómo abandonarse, a menos que se admitiera el ocasional silencio.
Lo que era imposible. Así que un asunto surgía por casualidad y naturalmente, truculentamente
todas le caían encima, prolongándolo hasta los puntos suspensivos.
Como todas lo explotaban en el mismo sentido —pues todas estaban al tanto de las mismas
cosas— y como no habría divergencia de opiniones, cada asunto era de nuevo una posibilidad
de silencio.
La señora Z, grande, sana, con flores en la blusa, 50 años, recién casada. Tenía la risa fácil y
emocionada de quien se casó tarde. Todas, cómplices, parecían encontrarla ridícula.
Lo cual aliviaba un poco la tensión. Pero ella era casi demasiado ridícula, así que no debía ser
ésa su clave —si nuestra vecina de al lado nos diera tiempo de buscar alguna por lo menos.
No nos daba tiempo: hablaba.
Lo peor es que una de las invitadas hablaba solamente francés. Lo que ponía en aprietos a la
señora Y.
El desquite llegaba cuando la extranjera decía una de aquellas frases que, como respuesta,
pueden repetirse exactamente, tan sólo con un cambio en la entonación. Il n’est pas mal, decía
la extranjera. Entonces la señora Y, segura de que estaría diciendo lo correcto, repetía finalmente
la frase, bien alto, llena de espanto y con el placer de quien pensó y descubrió: Ah, il n’est pas mal,
il n’est pas mal.
Pues, como dijo otra invitada sin ser extranjera y a propósito de otra cosa: C’est le ton que fait
la chanson.
En cuanto a la señora K, vestida de gris, estaba siempre dispuesta a oír y a responder. Se
sentía bien siendo un poco apagada. Había descubierto que su mejor arma era la discreción
y la usaba con cierta abundancia:
“De este modo de ser que compuse nadie me saca”, decían sus ojos sonrientes y maternales.
Se había, incluso, hecho de marcas para su discreción, como en la historia de los espías que
usaban distintivos de espías.
Así, se vestía ostensiblemente con ropas de las consideradas discretas.
Sus joyas eran francamente discretas. Por otra parte, las discretas forman una corporación.
Se reconocen con una mirada, y, alabándose unas a otras, se elogian todas al mismo tiempo.
La conversación se inició con los perros. La conversación final, en el momento de los licores,
no se sabe por qué tendencia al círculo perfecto, trató sobre perros. La dulce anfitriona tenía
un perro llamado José. Algo que ninguna de la corporación de las discretas habría hecho.
El perro de ellas se llamaría Rex, y aun así, en algún momento discreto, ellas dirían: “Fue mi
hijo quien le puso el nombre”.
En la corporación de las discretas se usa mucho hablar de los hijos como de adorables tiranos
de las casas.
“A mi hijo este vestido le parece horrible.”
“Mi hija compró entradas para el concierto pero creo que no voy, ella va con el padre.”
Generalmente una dama perteneciente a la corporación de las discretas es invitada a causa de
su marido, hombre de altos negocios, o de su finado padre, probablemente jurista de renombre.
Se levantan de la mesa. Las que doblan ligeramente la servilleta antes de levantarse lo hacen
porque así les enseñaron.
Las que la abandonan negligentemente tienen una teoría sobre dejar la servilleta
negligentemente.
El café suaviza un poco la copiosa y fina comida, pero el licor se mezcla a los vinos anteriores,
dando una laxitud vacilante a las invitadas.
Quien fuma, fuma; la que no fuma, no fuma. Todas fuman. La anfitriona sonríe, sonríe, cansada.
Todas finalmente se despiden.
Con el resto de la tarde arruinada.
Unas vuelven a casa con la tarde partida. Otras aprovechan el hecho de ya estar arregladas para
hacer alguna visita. Sólo Dios sabe cuál, quizás de pésame.
La Tierra es la tierra, se come, se muere.
Podría decirse que el Almuerzo fue perfecto.
Habrá que retribuirlo pronto. No.
crônica social
Era um almoço de senhoras. Não só a anfitrioa como cada convidada parecia estar satisfeita por
tudo estar saindo bem. Como se houvesse sempre o perigo de subitamente revelar-se que aquela
realidade de garçons mudos, de flores e de elegância estava um pouco acima delas – não por
condição social, apenas isso: acima delas. Talvez acima do fato de serem simplesmente mulheres e
não apenas senhoras. Se todas tinham direito a esse ambiente, pareciam no entanto recear o
momento da gafe. Gafe é a hora em que certa realidade se revela.
O almoço estava bem servido, inteiramente longe da ideia de cozinha: antes da chegada
das convidadas haviam sido retirados todos os andaimes.
O que não impediu que cada uma tivesse que perdoar um pequeno detalhe, a bem dessa
entidade: o almoço. O detalhe a perdoar de certa senhora é que o garçom, cada vez que servia a sua
vizinha, tocava ligeiramente no seu penteado, o que lhe dava um desses sobressaltos que
pressagiam catástrofe. Havia dois garçons. O que servia esta senhora ficou-lhe invisível o tempo
todo. E não se acredita que ele tivesse visto o rosto dessa senhora. Sem a possibilidade de se
conhecerem jamais, suas relações se estabeleciam através de periódicos toques no penteado. E ele
sentia. Através do penteado sentia-se aos poucos odiado e ele mesmo começou a sentir cólera.
Supõe-se que cada conviva teve sua pequena veia de sangue no meio do grande almoço.
Cada uma deve ter tido, por um momento ao menos, esse aviso urgente e pungente de um
penteado que pode desabar – precipitando o almoço em desastre.
A anfitrioa usava de uma ligeira autoridade que não lhe ficasse mal. Às vezes, porém,
esquecia que a observavam e tomava expressões um pouco surpreendentes. Como seja, um ar de
cansaço excitado e de decepção. Ou então como em certo momento – que pensamento vago e
angustiado passou-lhe pela cabeça? – olhou inteiramente ausente a vizinha da direita que lhe
falava. A vizinha lhe disse: “A paisagem lá é soberba!” E a anfitrioa, com um tom de ânsia, sonho e
doçura, respondeu pressurosa:
– Pois é… é mesmo… não é?
Quem dentre todas aproveitou melhor foi a senhora X, convidada da honra que, sempre
convidadíssima por todos, já reduzira o almoço a apenas almoçar. Entre gestos delicados e grande
tranquilidade, devorou com prazer o cardápio francês – mergulhava a colher na boca, e depois
olhava-a com muita curiosidade, resquícios da infância.
Mas em todas as outras convidadas, uma naturalidade fingida. Quem sabe, se fingissem
menos naturalidade ficassem mais naturais. Ninguém ousaria. Cada uma tinha um pouco de medo
de si própria, como se se achasse capaz das maiores grosserias mal se abandonasse um pouco. Não:
o compromisso fora o de tornar o almoço perfeito.
E nem havia como se abandonar, a menos que fosse admitido o ocasional silêncio. O que
seria impossível. Mal um assunto vinha por acaso e natural, era truculentamente que todas lhe
caíam em cima, prolongando-o até às reticências. Como todas o exploravam no mesmo sentido –
pois todas estavam a par das mesmas coisas – e como não ocorreria uma divergência de opinião,
cada assunto era de novo uma possibilidade de silêncio.
A senhora Z, grande, sadia, com flores no corpete, 50 anos, recém-casada. Tinha o riso fácil
e emocionado de quem casou tarde. Todas pareciam em cumplicidade achá-la ridícula. O que
aliviava um pouco a tensão. Mas ela era um pouco claramente ridícula demais, não devia ser essa a
sua chave – se a nossa vizinha do lado nos desse tempo de procurar qualquer chave que fosse. Não
dava tempo: falava.
O pior é que uma das convidadas só falava francês. O que fazia com que a senhora Y
estivesse em dificuldades. A desforra vinha quando a estrangeira dizia uma daquelas frases que,
como resposta, podem ser exatamente repetidas, apenas com uma mudança de entonação. “Il n’est
pas mal”, dizia a estrangeira. Então a senhora Y, segura de que estaria falando certo, repetia enfim
a frase, bem alto, cheia de espanto e do prazer de quem pensou e descobriu: “Ah, il n’est pas mal, il
n’est pas mal.” Pois, como disse outra convidada sem ser estrangeira e a propósito de outra coisa:
“C’est le ton qui fait la chanson”.
Quanto à senhora K., vestida de cinza, estava sempre disposta a ouvir e a responder.
Sentia-se bem em ser um pouco apagada. Descobrira que sua melhor arma era a da discrição e
usava-a com certa abundância. “Desse modo de ser que arranjei ninguém me tira”, diziam seus
olhos sorridentes e maternais. Arranjara mesmos sinais para a sua discrição, como a história dos
espiões que usavam distintivos de espiões. Assim, vestia-se claramente com roupas chamadas
discretas. Suas joias eram francamente discretas. Aliás, as discretas formam uma corporação. Elas
se reconhecem a um olhar, e, louvando uma a outra, louvam-se ao mesmo tempo.
A conversa começou sobre cachorros. A conversa final, na hora do licor, não se sabe por
que tendência ao círculo perfeito, tratou de cachorros. A doce anfitrioa tinha um cão chamado
José. O que nenhuma da corporação das discretas faria. O cachorro delas se chamaria Rex, e, ainda
assim, em algum momento discreto, elas diriam: “Foi meu filho quem deu o nome.” Na corporação
das discretas usa-se muito falar dos filhos como de adoráveis tiranos das casas. “Meu filho acha
este meu vestido horrível.” “Minha filha comprou entradas para o concerto mas acho que não vou,
ela vai com o pai.” De um modo geral uma dama pertencente à corporação das discretas é
convidada por causa de seu marido, homem de altos negócios, ou de seu falecido pai,
provavelmente jurista de nome.
Levantam-se da mesa. As que dobram ligeiramente o guardanapo antes de se erguer é
porque assim foram ensinadas. As que o deixam negligentemente largado têm uma teoria sobre
deixar guardanapos negligentemente largado.
O café suaviza um pouco a copiosa e fina refeição, mas o licor mistura-se aos vinhos
anteriores, dando uma vaguidão arfante às convidadas. Quem fuma, fuma: quem não fuma, não
fuma. Todas fumam. A anfitroa sorri, sorri, cansada. Todas enfim se despedem. Com o resto da
tarde estragada. Umas voltam para a casa com a tarde partida. Outras aproveitam o fato de já
estarem vestidas para fazer alguma visita. Só Deus sabe, se não de pêsames. Terra é terra, come-se,
morre-se.
De um modo geral o Almoço foi perfeito. Será preciso retribuir em breve. Não.
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