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La mujer del baño nos da el entero lugar del espacio, para que descansemos de ese no saber bien cuál es todavía nuestro puesto individual en el mundo humano. Parece propensa a la trinidad, entre empanadas y campanadas, con los bizcochos bien puestos.
No sobrepasa los trescientos sesenta grados ni siquiera después de su merienda suculenta de unidad, que es cuando apenas nos cabe en la conciencia. Entre paloma y ballena, ¿qué diría Newton de ella? El rodeo de su cintura se va hacia después, hacia mañana, hacia el futuro, ay, qué tardanza de imagen, ay, cuántos broches mayores.
La mujer del baño está, siempre niña, en los dulces domingos de su infancia, bulliciosa de ilusiones sencillas, insaciable como una bomba aburrida, como una rueda perfecta, única y postiza de círculos viciosos, mientras dios quizá la mira sobresaltado, como un padre a su glotona.
Será el sol, que duele mucho; será el perfume a telaraña de los vacíos; serán los anillos de oro en desgracia; será la paz de una sola línea, pero ella, sin queriendo y con cierto apuro, nos enseña, con intenciones sanamente sexuales, incitando y provocando, su amoroso llaverito.
Cómo relumbran sus uñas, cómo sangran sus pendientes, cómo sacia sus esquinas, cuánta obediencia de pechos, qué tarde más cocinera.
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Narciso de Alfonso
Merodeos: el desnudo femenino en la pintura
Mujer en el baño
Fernando Botero, 2000
Museo Botero
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